¿Tendremos, usted y yo, en esa hora crucial, la voluntad necesaria para poner en práctica este consejo? Quizá, aun con los hombros a adecuada altura, a nadie inquiete tal postrera diligencia. Sin embargo, este consejo luce todavía, con todas sus letras, en una revista de papel cuché y fotos luminosas… Reviso de tiempo en tiempo mi colección de gazapos y he releído, entre ellos esta advertencia preciosa y triste, como todo lo atinente a nuestro último día. Dice, completa, así: “Saber respirar”. “Expire vaciando los pulmones poco a poco, pero totalmente. Al expirar, baje los hombros”… Y aunque ‘expire’, es mandato que nos librará de todas las preocupaciones, el mal escribiente solo quería advertirnos ‘espire’, con ese, es decir, ‘exhale el aire contenido en sus pulmones’. ‘Aspire, espire’… No, ‘aspire, expire’… Como sé del destino que Heidegger atribuía a la palabra, de ser ‘predestinada del equívoco’, intento, desde distintos medios y perspectivas, entablar un diálogo sobre la lengua para canalizar la necesidad humanitaria de comunicación verdadera, justa, bella. A propósito, periodistas y escribientes de toda laya anuncian una gran desgracia con títulos como ‘catástrofe humanitaria’, pero humanitario es ‘lo que mira o se refiere al bien del género humano’, ‘lo benigno, caritativo, benéfico’.
Esta degradación de la palabra pide a gritos voces rebeldes y honestas que contribuyan a romper el silencio de tantos seres humanos que la ignoran, de miles de analfabetos prácticos. En casa, un tercio de nuestra población no encuentra palabras para reclamar lo que le es debido, y el otro tercio que cree haberlas encontrado vuelve la comunicación aún más incipiente y tullida… ¿Es, escribir bien, una aspiración de lujo? No. Como el carpintero maneja su lezna y su cepillo; pule, raspa, rebaja, acopla con perfección, gracias al dominio de las herramientas con las que ha de crear su obra, el idioma exige de los hablantes y escribientes el mismo dominio e idéntico afán, para el logro de este objetivo que abarca todos los oficios y todas las capacidades. La lengua es don feliz, y la palabra bien empleada, bien escrita es derecho de cada uno. Empeñarnos en conocer, hablar y escribir mejor nos abre a la posibilidad de comunicar con riqueza; de conocer y aprender más del mundo y de nosotros mismos; de distinguirnos en nuestro trabajo y en el desempeño de nuestra profesión. Y, por encima de todo, de comprender y comunicar mejor nuestra propia realidad, a fin de cambiarla.
La palabra precisa y buena es un compromiso con la transformación de nuestra realidad, aunque tan a menudo lo olvidemos. En la lengua nos expresamos, pero, sobre todo, somos gracias a ella. Todo lo que pensamos, vivimos, conocemos y aquello a que aspiramos está mediado por la palabra. Y la palabra buena nos abre a la posibilidad de ser más y mejor nosotros mismos.