El pasado 24 de marzo los argentinos recordaron el brutal golpe militar que tanto dolor causó a ese pueblo, el cual todavía no supera el trauma; además, lo más crítico –35 años después- es que existe una grave duda sobre el rumbo institucional del país. La Nación, diario de la capital bonaerense, entrevistó a personajes políticos del presente y les preguntó qué estaban haciendo en la mañana de aquel 24 de marzo de 1976, cuando aún no sospechaban la ola de terror que iba a inundar su país. Era imposible concebir que una de las sociedades destinadas a ser una potencia mundial por la calidad de su gente, su extraordinaria vida académica, sus inconmensurables recursos naturales se iba a convertir en el laboratorio de la más cruel represión de América Latina.
La pregunta si la aplicamos a los ecuatorianos, en un hipotético ensayo y se les indaga que estaban haciendo el 8 de mayo del 2011, luego de haber votado en la consulta popular, puede servir para la reflexión o quizás para la risa. Al final, ya habrán cumplido con el sufragio.
¿Estaban seguros de que cambió la historia y que por primera vez la sociedad iba a contar con una administración de justicia independiente? Como ciudadanos, ¿consideraban que luego de la decisión plebiscitaria, la democracia se había consolidado y que toda amenaza de autoritarismo había sido disipada?
Con la lluvia o con un sol inclemente en aquel día siguiente, ¿estaban persuadidos que la Comisión Tripartita de la Reestructuración para toda la función Judicial iba a ser más justa que la Corte de los suplentes de Montecristi, la ‘Pichicorte’ en la que se precipitó ex presidente Gutiérrez o cualquiera de las cortes que se repartió el parlamento desde el retorno a la democracia? Esta pregunta no era difícil de entender, lo complicado era percibir lo que puede hacer el poder cuando le dejan abierta la puerta para poner en orden a los jueces.
Es probable que luego de la entrevista el ciudadano haya tenido que concurrir a un confesionario o a un consultorio psiquiátrico para aliviar la mala conciencia de haber votado sin haber leído y, menos aún, entendido las preguntas. Se excusará ante el profesional o el clérigo alegando que no hubo tiempo, que no era abogado y que por ende no entendía los cambios legales que arrastraban los anexos aprobados o no por la Corte Constitucional.
Si alguno de los entrevistados no pertenecía a las sectas fanáticas del oficialismo, los días siguientes fueron propensos a la neurosis, pues a pesar del certificado, empezaba a sospechar que no fue libre al decidir por algo que no había leído o entendido. Sin embargo, como excusa y alivio, diría que no le importan los gallos ni los toros sino el fútbol. Once por cada bando y un árbitro generoso para los colores que son lo que más le apasionan después del amor.