Va creciendo en los ‘nuevos’ políticos un sentimiento misionero, una especie de vocación fundamentalista, y la convicción de que están llamados no solo a legislar, sino a imponer otro estilo de vida a la sociedad, a señalar lo virtuoso y lo pecaminoso. Quieren inventar cómo debe ser el “nuevo hombre”. Están convencidos de que les eligieron para diseñar la intimidad de las personas y fabricar su felicidad, según lo que ellos discuten en sus cenáculos. Están entrampados en el viejo error de creer que la política es algo así como la religión, y que hay quienes tienen derecho, por haber descubierto la verdad, a convertir a los ‘infieles’ y a imponer sus ideas, sin posibilidad alguna de debate ni oposición.
Esa ‘vocación misionera’ no es compatible con la democracia ni con la libertad. Ni con la tolerancia. Sí lo es, en cambio, con la infalibilidad que se va extendiendo en la política, con la presunción de certeza de que jamás se equivocarán, con la tendencia a despreciar, sin discutir, el pensamiento de los otros. Producto de esa vocación es el novísimo estilo parlamentario en el cual a las minorías hay que soportarlas, porque no queda más remedio, y que los debates son apenas rituales para guardar las apariencias. Y máscara que esconde ese estilo es la ‘socialización’ de los proyectos que no sirve para nada.
Lo que preocupa, además del nuevo modelo de Estado -la posmoderna forma de dominación- es la profunda y rápida devaluación que ha sufrido el concepto de ‘debate’, sobre el cual crecieron y prosperaron algunos de los personajes que ahora son los oficiantes de la gran misa política, rito vacío en que la infalibilidad alimenta la doctrina indiscutible: el socialismo.
El ‘debate’ había sido la razón de ser de tantos foros, seminarios y entrevistas que se hicieron y escribieron durante los años de la vieja democracia ‘burguesa’, que, pese a todo lo que se diga, fomentó la capacidad de discrepancia, permitió el crecimiento de la clase media y creó una cultura de tolerancia en un país dogmático e intransigente. Sin embargo, desde que los ‘debatientes’ llegaron al poder, la tolerancia se evaporó, y la capacidad de convencer se suplantó con la decisión de imponer y de decir, además, que la imposición es intocable.
El problema está en que sin debate no hay sociedad libre; sin la posibilidad de cuestionar no se asegura la cohesión social ni se crean condiciones para la prosperidad. El ‘problema’ está en que la democracia es un sistema poroso, flexible, incompatible con los sólidos sistemas autoritarios, donde todo está dicho desde ahora y para siempre. La democracia liberal tiene la virtud de no establecer dogmas ni absolutos y de consagrar el derecho a pensar diferente, a vivir diferente, a equivocarse, sin que los distintos estilos de vida y pensamiento sean considerados pecados políticos.