Llegamos agotados al 2 de abril. Agobiados por la campaña, por el espectáculo y la propaganda, por la venenosa guerra sucia que se libró en las redes y en las pantallas; por los discursos, las concentraciones, las entrevistas y las ofertas. Llegamos sospechando que el odio se ha instalado en estas tierras. Llegamos marchando en el mismo terreno, porque en materia de calidad democrática no hemos avanzado un milímetro, en materia de franqueza y de verdad, nada, en materia de austeridad en el decir y en el proponer, tampoco.
No hemos enfrentado las patologías de la democracia, que la han convertido en un sistema de pasiones y fobias. No se ha planteado seriamente la posibilidad de caminar hacia una República que concilie libertades con responsabilidades; que imponga al poder la rendición de cuentas; que identifique la Ley con la protección de los derechos. Estamos empantanados en la etapa primaria de la democracia electoral, en la que predominan las simplificaciones, la propaganda, los lugares comunes y las lógicas del marketing. En la que no es posible pensar, en la que nos ha intoxicado la propaganda.
La democracia enfrenta serios desafíos, que hay que sumir si queremos perfeccionarla y convertirla en una opción republicana. El tema es que la democracia debe volverse un método de delegación del poder que asegure la transparencia, que elimine esa temible inclinación hacia las unanimidades y las razones absolutas, y que suprima las pretensiones de gobernar la intimidad de la gente y ordenarle cómo vivir y en qué creer, confundiendo la política con la moral.
La democracia no puede sustentarse en ofertas imposibles, o en ínfimas antipatías. Debe ser un espacio de posibilidades, un régimen asociado con el Estado de Derecho, que propicie la igualdad de oportunidades y el imperio de la Ley. Que no pierda de vista que sus tareas irrenunciables son la preservación de la libertad, la tolerancia y la protección de los derechos fundamentales. La democracia no puede despojarse de su raíz liberal, porque sin ella, se convierte en “autocracia popular”, en absolutismo que se ejerce sobre el pueblo y en nombre del pueblo.
El agobio que sentimos algunos tiene que ver con la saturación del electoralismo, esa grave deformación que está ganado la batalla en todas partes. Tiene que ver con el hecho de que las ideas van en retirada, en beneficio de las pasiones y el espectáculo, en desmedro de la lógica y en favor de la propaganda.
Ojalá algún día la democracia sea una ilusión movilizadora que se sustente en la honradez, la tolerancia y la verdad, y que las campañas electorales no sean nunca más lo que ha sido esta. Y que lo que se elija sea un gobierno en el nos sintamos incluidos todos. Porque el país somos todos, nosotros y los otros, las mayorías y las minorías.
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