‘Es que ya somos una ciudad grande”, concluye en la publicidad un actor imbuido de falso optimismo, pero resignado a viajar al día siguiente hasta el nuevo aeropuerto de Quito.
Sin duda esta escena es un ejemplo de la publicidad engañosa que sufrimos los ciudadanos cada día a manos de los estrategas de la comunicación. Y en el caso del nuevo aeropuerto resulta más claro aún, pues nos han vendido agua de acequia embotellada en un costosísimo frasco de perfume.
A los pesares diarios que vivimos los habitantes de la “gran ciudad” con el tráfico espantoso y caótico, hoy se le debe sumar la angustiosa experiencia de viajar al nuevo aeropuerto. Quienes ya hemos sufrido la necesidad de volar desde Tababela sabemos que atravesar la ciudad a cualquier hora del día toma no menos de cuarenta y cinco minutos. Una vez alcanzado el lado oriental, salvo que se viaje en la madrugada, la carretera hacia el valle se encontrará atestada de vehículos en ambos sentidos, pero especialmente en el que uno va.
Suponiendo que el viajero supera (con una dosis alta de fortuna) la trabada ruta hasta Tumbaco, entonces aparecerá en el horizonte la verdadera prueba de paciencia: el Chiche. Invariablemente lo esperará allí una larguísima fila de autos detenidos con luces de parqueo. El viajero, angustiado, deberá esperar casi una hora (si es que no hay un derrumbe que duplique el tiempo de espera) para atravesar un puente Bailey de los años setenta, digno de un desguazadero de cualquier ciudad grande del mundo.
Tras la etapa del embudo, con el tiempo apremiando, el viajero desembocará en una autopista de seis carriles. Por primera vez se sentirá en la ciudad tan publicitada y no en el poblado anárquico que ha debido atravesar para alcanzar esta carretera. Y al llegar al nuevo aeropuerto, la primera imagen lo emocionará hasta el tuétano: una torre de control imponente, la pista larguísima (aunque una sola), la vía de ingreso elegante, hasta el punto en que el viajero casi habrá olvidado todo lo que ha pasado para llegar hasta ese lugar. Sin embargo, al toparse con la terminal, aquella imagen idealizada se derrumbará como castillo de naipes. La edificación es tan moderna como insulsa, estrecha e incómoda. Los parqueaderos, escasos y lejanos, lograrán colmar de agua su santa paciencia (sólo si es que llueve, por supuesto).
Por ventura, la imagen constreñida del nuevo aeropuerto ya no está solemnizada por aquella gran placa que se develó en la inauguración, y que fue removida con buen criterio por orden del Presidente de la República. Y es que la placa, según se dice, era del tamaño del ego de las actuales autoridades municipales, y casi no cabía en esta terminal que, ahora nos dicen, es apenas la primera etapa de lo que algún día será el verdadero aeropuerto internacional de la capital.