En los años en que empezaba a salir con amigos por las tardes o noches, muchas veces nos íbamos a conversar. Las charlas se las mantenía en cualquier sitio. Eran conversaciones de política. Largas discusiones en las que las ideas afloraban. El deporte era otro tema en el que el tono de las palabras cambiaba de color, como el de las camisetas de los equipos. Las opiniones sobre el enamoramiento y los desengaños ocupaban parte de la charla. Se aconsejaba al menesteroso de ayuda y fortaleza. La literatura era una materia apasionante. El realismo mágico de los autores latinoamericanos nos entusiasmaba. De la religión, ¡ni qué decir! Concluíamos nuestras “conversas” con chistes de curas, militares y gobernantes.
Era una época en que para conversar se robaba tiempo a las horas de descanso, para luego continuar con el estudio de las materias que se dictaban en la Facultad de Jurisprudencia… Me pregunto, ¿por qué seguí esa carrera en que el Derecho ahora es izquierdo? Me cuestiono, ¿por qué no estudié Veterinaria para atender a muchos pacientes que ladran y maúllan en distintos cargos públicos? ¡En fin, pago mis errores!
La conversación se va muriendo. La gente ya no charla. No hay tiempo para ello. Las cafeterías desaparecen para convertirse en cantinas. Los meseros de los restaurantes pretenden que los comensales coman “breve, breve”, para que otros clientes ocupen el sitio. La sobremesa no existe. En Madrid, Lisboa y Buenos Aires, por citar tres ejemplos, muchas personas, al salir del trabajo, se desvían por unos momentos hacia un “cafetín” para conversar con los asiduos del lugar. Es una rutina con resultados terapéuticos.
Hoy, en la gran mayoría de ocasiones, las conversaciones no concluyen, a veces ni siquiera se inician. Mucha gente no tiene tiempo para esas “tonterías”. Otros seres se han vuelto dependientes del teléfono celular, diría adictos a ese aparatejo, que suena en cualquier momento, y encuentra al receptor de la llamada en misa, en un funeral, en el cine, en una reunión, en el auto, en el baño o en la cama. Y lo que es peor, quien recibe la llamada, en ocasiones inoportuna, la contesta, se aleja de la misa, del muerto, de la película, de la conversación, y no continúa en lo que estaba, excepto cuando está en el baño.
Los seres humanos estamos perdiendo la posibilidad de comunicarnos. De conversar, de hablar. Se piensa en hacer negocios o sobrevivir. A los amigos se los abandona porque se está agotado. Los celulares juegan un papel fundamental en este aislamiento: suenan y hay que responder, y los mensajes recibidos en el celular hay que contestar… el resto puede esperar. La conversación se extingue ante la vorágine de una vida en que es más importante el billete, que intercambiar ideas con amigos.