Los acólitos están revueltos. Por un momento la visita de su corifeo les devolvió el ímpetu que habían perdido los últimos tiempos cuando, de la noche a la mañana, se quedaron en la orfandad y pasaron a ser tan solo espectadores de un bárbaro proceso de desmontaje de aquella estructura totalitaria que ellos ayudaron a erigir para su venerado líder.
Sin embargo, la expectativa duró apenas el tiempo de viaje del huracán que venía desde el otro lado del mundo presagiando todo tipo de desgracias para los infieles, pues al tocar tierra la humilde carcasa que lo trasladaba, una nave que despertaba suspiros de admiración al pensar que se había mantenido en el aire por milagro de tan maltrecha que era, lo que vieron los acólitos fue tan solo un tímido e inofensivo ventarrón que, entre temores y vergüenzas, hizo mutis y escapó aprovechando la penumbra por detrás del telón.
Los acólitos, que se habían llenado la boca de advertencias, que se habían apertrechado de loas patrióticas y habían memorizado cánticos y alabanzas, que desbordaban entusiasmo y esperanza, que habían preparado los mejores trucos de sus saltimbanquis, que esperaban multitudes desbordantes de pasión en sus mitines, tuvieron que conformarse con la presencia, sin duda desoladora, de un puñado de congéneres, quizás un cuarto de entrada en algún caso, siendo generosos y apelando a la bondad de los ángulos, a las aperturas de sus cámaras y a los últimos estertores de sus magos publicitarios.
Y entonces cayeron en cuenta que aquel ser que proyectaba su sombra descomunal sobre ellos, que los abarcaba enteros, los cubría y protegía de que el cielo se les cayera encima, su Némesis justa y castigadora, sin las luces del poder era apenas un lánguido y desdibujado borrón, el recuerdo vaporoso y efímero de lo que decía ser, de lo que anunciaba ser, de lo que ya no era…
Pero no todo estaba perdido aún, pensaban los acólitos entornando sus ojos, porque la verdadera misión de su hado no estaba tanto en las calles solitarias ni en las plazas abandonadas, sino que debía dirigirse hacia otros propósitos, enfilar hacia un objetivo más próximo y urgente, y entonces, como quien no quiere la cosa, los adláteres miraron hacia otro lado, hacia el viejo arbolito en el que habían puesto todas sus esperanzas de resurrección, y allí, bizqueando para no despertar sospechas, esperaron, y esperaron…
Pero el arbolito no respondió, no se pronunció, y mientras todos los acólitos aguardaban nerviosos el anuncio que Él les había anticipado, alguien les llegó con el chisme de que ya todos los demonios se habían conjurado en su contra, y los cimientos de la estructura totalitaria empezaban a ceder, y el poder, ese bien tan preciado que su líder había acaparado en sí mismo por el bien de todos, para hacer el bien a todos, se escurría como el agua entre las manos. Y entonces alguien dio la voz de alarma: ¡Es un golpe! Y todos repitieron, obsecuentes: ¡Es un golpe! ¡Es un golpe!