En los días del ascenso del fascismo, José Ortega y Gasset publicó ese clásico del pensamiento del siglo XX que es ‘La rebelión de las masas’.
Un libro escrito a modo de artículos periódicos en la prensa de entonces, que contribuyó, como pocos, a dotar de claridad a la comprensión del mundo moderno, y una visión crítica, oportuna e incómoda para la mayoría de los intelectuales de entonces -y de ahora- que conduce a una polémica pero certera conclusión: la decadencia de las élites y el imperio ascendente de la masa y, lo que es más grave, a la dictadura de sus creencias.
Hace poco, Vargas Llosa nos convocó, en un breve y lúcido ensayo, a la reflexión también incómoda pero necesaria acerca de la caducidad de la cultura y de sus valores y vergüenzas: ‘La civilización del espectáculo’.
En esa misma línea lúcida y sincera, en ese mismo afán de anclarse en lo “políticamente incorrecto”, y para completar el diagnóstico de la sociedad contemporánea, alguien debería escribir ‘La anatomía del aburrimiento’, que seguramente carecerá de lectores, porque no faltará quienes, frente al diagnóstico, suban el volumen a la chabacanería y potencien los decibeles del disparate.
Es que, paradójicamente, la sociedad en que vivimos es la más informada y, a la vez, la menos crítica; es la que, como nunca antes, cuenta con tecnología, televisión, ciencia, y es sin embargo la sociedad de los aburridos, de los que renunciaron al asombro, de los que abdicaron de los pequeños detalles de la vida para embarcarse en el único remedio que han encontraron a su crónico fastidio: el alboroto, el espectáculo.
Desprovisto de referentes sólidos, el mundo de la posmodernidad vive a la deriva de los aplausos circunstanciales, hambriento de circo, acuciado por la necesidad de divertirse para enmascarar sus vacíos y distraerse del aburrimiento que invade a las familias, envenena a los jóvenes, mata las ilusiones y deroga cualquier posibilidad de restituir un espacio a los valores. “La lógica del espectáculo” lo invade todo; la meta es distraerse, hacerle tonta al alma, llenar las horas huecas y tapar las frustraciones que deja el consumo. Y esto es verdad al punto que la institución dominante en estos tiempos no es ni la política ni la economía; es el entretenimiento. En torno a él gira esa huida hacia delante que explica por qué casi todo se volvió precario, superficial y “líquido”.
Esa “cultura” corresponde a lo que advirtieron Ortega y Vargas Llosa: la caducidad de las élites conductoras y el ascenso de modos de ser que explican por qué en casi todo impera el alboroto, la conducta propia del público ansioso de satisfacciones inmediatas, de buenos actores, de talentosos arlequines.
Es el tiempo del aburrimiento y sus remedios.