Hace algo más de un mes cumplí 70 años y hoy me pregunto si seré capaz de escribir algo nuevo sobre lo que significa para una mujer, en estos tiempos, llegar a esta edad. Hace una década iniciaba la columna diciendo que cumplir sesenta era reconocer la densidad y riqueza del ayer, y lo frágil y precario del mañana.
Y hoy, esta sensación es cada vez más intensa. El ayer se vuelve entonces inmenso, llena casi toda la vida y para mí, se resume cada vez más en un extraño retorno a mi infancia y adolescencia en una Francia de posguerra.
Debe ser esto la vejez: mucho pasado, es decir, mucha juventud acumulada. En cuanto al mañana, ya ni siquiera es frágil y precario, sino ineludible y de alguna manera sigiloso. Después de ver la película ‘Amor’ es difícil encontrar las palabras para hablar del mañana; sin embargo, ya que es imposible negarlo, se vuelve necesario nombrarlo sin miedo, porque el mañana se asoma irremediablemente.
En mi caso, un amor cada vez más pronunciado a una soledad habitada que algunas mujeres como yo han tenido la inmensa suerte de construir.
Ahora bien, sería ingenuo negar la llegada de los estragos que acompañan los años: digestión caprichosa, dolores musculares y de huesos más de una mañana y pereza para salir a caminar en esta caótica ciudad.
Tener 70 años es también aprender a decir no con más frecuencia, pues uno ha aprendido a conocer sus límites. Y si bien aceptar algunas citas de trabajo no solo es indispensable para la salud, para la mía por lo menos, me he vuelto una mujer difícil, es decir, una mujer que sabe decir no con la certeza de que las nuevas generaciones sabrán responder mejor a los desafíos de este país tan complejo que me tocó vivir. Y sí, la vejez es también menos ganas de competir, menos ganas de saber más y más deseos de estar cerca de la gente.
Sin olvidar que, por fin, con 70 años, uno se puede mirar al espejo sin aprehensión. Ya lo que se grabó en la cara y en el cuerpo ya está y no hay nada que hacer. Ni siquiera Amparo Grisales podrá escapar a ese hecho vital.
Tener 70 años es también saber, sin equívoco ninguno, quiénes son sus verdaderas amigas, aquellas con las cuales uno puede estar por fin sin fingir, y, en mi caso, sin tener que exiliarme en la tierra del padre porque con ellas vivo en una matría, hablo un idioma en femenino y conozco los sabores más dulces de la vida. Marguerite Yourcenar decía que una de las raras ventajas que reconoce a la vejez es esta posibilidad de quitarse la máscara en todas las ocasiones.
Por supuesto, tener 70 años es también confrontarse cada vez más con la muerte y asumir los duelos de los amigos y amigas que se fueron antes de uno. Y acostumbrarse a esto sí es difícil. Es aceptar que las que las despedidas superarán de lejos los nuevos encuentros. Esto también es tener 70 años: una infinita tristeza instalada irremediablemente en los meandros de la vida.