A comienzos de abril de 1994 estalló una de las tragedias más horripilantes de la humanidad: el genocidio en Ruanda. A pocos días de iniciada, los muertos ya superaban los 200 000.
Una semana antes, la Asamblea General de la ONU me había elegido Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, función creada a la luz del optimismo que naciera al terminar la Guerra Fría. El drama de Ruanda fue el primero que tuve que afrontar, en representación de la humanidad civilizada. Seguirían luego Camboya, Croacia, Kosovo.
Viajé de inmediato a Kigali, en un avión militar de Canadá, y aterricé en un aeropuerto por cuyo control luchaban encarnizadamente los hutus del Gobierno y los tutsis del general Kagame. Recorrí campos y aldeas en donde con dolor, frustración e impotencia verifiqué la muerte de miles de mujeres, hombres y niños envueltos en un conflicto irracional e inaceptable. Con el propósito de lograr una tregua, me entrevisté con los líderes de las facciones en guerra. Kagame me dijo que su lucha no terminaría hasta derrotar al Gobierno que sembraba el odio racial y el crimen. Bizimungo, jefe militar hutu, me manifestó que eliminaría a Kagame y a la minoría tutsi ya que la población de Ruanda era hutu en más de un 85%. Le exigí acompañarme al Hotel Mille Collines, en donde se acumulaban unos 700 refugiados, y que se comprometiera a dejarlos libres, lo que se cumplió después. Me dirigí al pueblo usando los micrófonos de la radio oficial, para pedirle reflexión y voluntad de conciliación.
De regreso a Ginebra, convoqué a una reunión extraordinaria de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU y le informé sobre lo que había visto en Ruanda. Todos aplaudieron mi gestión y me ofrecieron apoyo para el plan de acción que propuse. Sin embargo, yo tenía claro que tal apoyo verbal difícilmente sería corroborado con medidas prácticas para montar una operación eficaz de pacificación. Coordiné acciones con Kofi Annan, quien entonces dirigía el departamento de Operaciones de Mantenimiento de la Paz, y organicé un amplio programa de asistencia técnica para Ruanda y Burundi, financiado con contribuciones voluntarias. Poco después, cuando el general Kagame triunfó y asumió la presidencia de Ruanda, mis estimaciones y las de la Cruz Roja Internacional coincidieron en que el genocidio había segado la vida de más de 800 000 inocentes.
Tragedias como la de Ruanda no se fraguan de un día para otro. Son producto de tensiones que van acumulándose progresivamente. En Ruanda actuaron históricas rivalidades étnicas, complacencia culpable ante los excesos del autoritarismo y la violación de los derechos humanos, intereses geopolíticos extranjeros y, sobre todo, el olvido de los principios éticos de solidaridad con los pueblos más que con los gobiernos.