El jugador-tatuador que no se siente diferente

Bolaños juega como delantero en el amateur de Pichincha. Defiende a la UMET. Fotos: Roberto Peñafiel / ELCOMERCIO

Bolaños juega como delantero en el amateur de Pichincha. Defiende a la UMET. Fotos: Roberto Peñafiel / ELCOMERCIO

Bolaños juega como delantero en el amateur de Pichincha. Defiende a la UMET. Fotos: Roberto Peñafiel / ELCOMERCIO

El 2 de mayo, Alejandro Bolaños recibió una ovación de aquellas con la que todo futbolista sueña. La situación era particular, como muchas de las cosas que suceden en su vida: quienes lo aplaudieron no fueron los hinchas de su equipo -UMET- del fútbol amateur, sino del rival: el Deportivo Quito.

Los seguidores azulgranas, que colmaron aquel día las tribunas del estadio de Chimbacalle, reconocieron el esfuerzo del delantero, de 28 años, que juega al fútbol, pese a no contar con su brazo derecho. Bolaños recibió el aplauso, cuando salió de la cancha, al minuto 75.

“Nunca había jugado con tanta gente, ni me habían aplaudido así. Es el mejor recuerdo del fútbol”, confiesa conmovido Bolaños, sentado en una desgastada cama de madera, que le sirve como camilla para atender a sus clientes en otra de sus pasiones: la de ser tatuador.

Era un niño de nueve años y la desgracia tocó su puerta. En pleno carnaval del 2000, Bolaños jugueteaba con sus primos en la terraza del domicilio de una tía, cuando recibió una descarga eléctrica con un cable de alta tensión.

A la criatura le tuvieron que amputar el brazo derecho y se quemó la pierna derecha. Estuvo cinco meses en el hospital Baca Ortiz, adonde su madre Lucila Carabalí asistía diariamente. Solo podía mirarlo a través de un grueso ventanal.

Lucila lloraba al ver a su único hijo varón (tiene tres mujeres) postrado en una cama, alejado de las canchas y de la bandita de marimba en la que aportaba con la percusión. Pero el chico decidió sacudirse y seguir con su vida.

Bolaños también es tatuador. Dibuja sus diseños y los pinta en la piel de sus clientes.

El fútbol siempre corrió por sus venas. Álex, su padre, jugó en el América, en Olmedo y Espoli. La modesta y húmeda sala de la morada familiar en el barrio de La Bota recuerda aquel pasado futbolístico: fotos en color sepia, recortes de periódicos y trofeos se multiplican en las paredes celestes.

El deporte se convirtió en la tabla de salvación de Bolaños hijo. Pese a las iniciales dudas de su padre, el chico empezó a moverse en las barriales, primero en los equipos familiares como el Casi Buenos de Carapungo o el Familia Unida de la Bota. En el colegio Fray Jodocko Rickie, enclavado en el parque central del populoso barrio también destacó como delantero.

El balompié es, en esencia, un deporte de contacto. Los brazos tienen una multiplicidad de funciones en el juego: el desmarque, la conducción, las caídas, requieren del uso de aquellas extremidades. “Veía cómo caían mis compañeros y trataba de imitar sus movimientos. Tengo buena coordinación, velocidad y entonces pude avanzar en el fútbol”, cuenta con voz gruesa.

De ello da fe su entrenador en el UMET, Geovanny Simbaña. “Su discapacidad nunca fue un impedimento para él. Por eso le pedimos que venga a jugar con nosotros. Nos aporta y nos inspira”.

Es la tarde del 22 de mayo. El sol castiga fuerte en Quito y el jugador-tatuador se refresca con un vaso de gaseosa que su madre le sirvió con diligencia.

Bolaños sigue narrando su historia en el fútbol, mientras coloca sus agujas en una puntera de su pequeña máquina de tatuaje, que tiene como pedal la figura de una calavera. Su pareja Brenda Espinosa acaba de hacerse con él su octavo dibujo en la piel: un búho en la pantorilla derecha. Él le da color a su dibujo, mientras Espinosa hace una mueca de dolor.

“Cuando estaba en sexto curso me vinieron a buscar para jugar en el club Sandino. Allí estuve cinco años. Luego estuve en el Talleres de Santo Domingo de los Tsáchilas y desde este año en la UMET”, añade el futbolista, que tiene 20 tatuajes en el cuerpo.

En su actual equipo, recibe USD 20 por cada partido jugado. Para redondear sus ingresos juega en cuatro equipos barriales, en donde cobra valores similares. También juega ecuavóley por apuestas y se destaca como ‘ponedor’.

El dinero del fútbol y lo que recaude en los tatuajes le sirven para sostener a su esposa y a la pequeña Fiorella, de tiernos tres años, que desde octubre empezará su educación inicial.

Bolaños toma su mochila en la que introdujo sus Adidas Messi, una pantaloneta, medias y una camiseta. Ese miércoles tiene entrenamiento con su equipo en el parque Bicentenario. Antes, pasa por el local de su abuela comiendo un pescado frito, con cebolla, tomate y yuca como carbohidrato.

Camina rápido por los pavimentados senderos que conducen al interior del parque. El futbolista mide 1,87 y pese a su buena talla dice que es tímido. “Siempre que voy a un nuevo equipo, a veces siento vergüenza. La gente me mira con recelo, al inicio, porque no tengo un brazo. Pero, cuando me ven jugar, se relajan”.

Llega al entrenamiento, saluda con sus compañeros. Con agilidad de gato se cambia de ropa y se ata los botines. Dice que jugará al fútbol, hasta que el cuerpo le aguante.

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