Holber Molina ama su trabajo: fabricar a mano balones de cuero. Pero se está quedando solo en este oficio, porque son muy pocos los que se animan a exponer sus manos con la dureza del trabajo.
Lo más severo es coser el cuero. Las piezas se pueden conseguir ya troqueladas, listas para que pasen aguja y piola, aunque eso apenas es un paliativo. Se requiere de fuerza para hilvanar y ajustar, y paciencia para que el producto final salga con el peso (ni más de medio kilo), la circunferencia (62 centímetros) y la flexibilidad adecuadas para un partido.
Un balón de diseño tradicional, el típico de 12 pentágonos y 20 hexágonos, requiere de nueve puntadas por cada uno de los 60 lados de la esfera. Hay que ser un quijote para hacerlo con gusto.
En estos tiempos es más fácil ayudarse con las máquinas, como hace la veintena de artesanos de balones que está activa en Tungurahua y Chimborazo. Pero la tecnología es para elaborar los balones sintéticos de termosellado.
Pero Molina no se rinde. No piensa dejar su oficio hasta que la sombra de la muerte pase por su taller, ubicado a dos cuadras de la Plaza 24 de Mayo, en la localidad de Píllaro. Tampoco se engaña: no sabe vivir de otra cosa.
Molina tiene 67 años (los cumplió el 3 de febrero). Aprendió la manufactura de su padre, César Augusto Molina, que intentó competir con el famoso Ángel Soria, de la vecina Ambato, cuyo balón alcanzó rango profesional.
César Augusto Molina no tuvo el mismo éxito. Su bola no era defectuosa; al contrario, todavía llegan clientes preguntando por un baloncito Molina, pero como los de antes, de cuero natural.
El problema fue que don César Augusto, que falleció hace 25 años, careció de visión empresarial. Mientras Soria invirtió, viajó al extranjero y montó un taller con innovaciones para la época, Molina se quedó estancado, con 11 hijos a los que no pudo garantizar una educación formal.
Holber Molina, que no terminó la secundaria, se prometió evitar el mismo error. Obligó a sus tres hijos a estudiar. Ahora son profesionales graduados, aunque la consecuencia es que ninguno de ellos se dedica por entero a la fabricación de balones.
A estas alturas, Molina ya no puede decir cuántos balones puede hacer al mes. Todo depende de la rapidez con la que consiga el material, -el cuero es cada vez más escaso. Una pelota número 5 de calidad le cuesta ocho días de trabajo. Cobra USD 25 por balón, sin opción a regateo.
Molina confiesa que, por el cambio de materiales en el mercado, también tuvo que inventarse su propio balón. Fabrica una pelota con cuero, pero forra los hexágonos con lona para luego aplicar a toda la esfera un sintético impermeable. Con esto, evita que el cuero absorba el agua.
Sus clientes son pocos, pero muy fieles. Vende a hinchas que de verdad aprecian este tipo de implementos, aunque hace años que ya no puede colocar una docena a un solo comprador.
También hace modelos más pequeños e incluso replica diseños más antiguos, como el balón de gajos rectangulares del Mundial de 1930. Hace dos semanas entregó uno de esos, que incluso tenía pasador. Fue difícil acabarlo pero ganó USD 30.
Molina no tiene asistentes. Su labor es solitaria ante el compresor, la troqueladora manual y las prensas. Sus hijos tampoco colaboran porque están enfocados en su carreras, aunque de todos modos hay un vínculo con el oficio.
El varón, Patricio, es licenciado en Cultura Física, está casado y cose balones por su cuenta, pero en sus ratos libres. Alexandra es asesora contable y está casada. Ella administra una tienda deportiva en la que exhibe las creaciones de su padre. Mientras acudan clientes a pedirlos, seguirá aceptando los balones que haga Molina, quien vive con su otra hija, Narcisa, que es abogada.
La soledad se hizo más dura hace seis años, cuando enviudó. Su esposa Zoila Mercedes Gutiérrez, costurera de profesión, era su ayudante en el taller, pero también se ocupaba de los negocios. Ambos viajaban por todo el país entregando pedidos y buscando nuevos clientes. Sin Zoila Mercedes, se perdió el vigor empresarial; ahora coser el balón siempre es un poco triste.
Pero Holber Molina no se queja. Cuando se le pasa la nostalgia por su pareja, agarra la piola y se pone a coser un balón de fútbol.