Mano a mano en Lago Agrio por un autógrafo de Antonio Valencia

Antonio Valencia ha dejado en el camino a los mejores marcadores de la Premier League. Thomas Vermaelen nunca pudo detenerlo. Glen Johnson quedó desparramado. Richard Dunne todavía debe estar pensando que fue atropellado por un McLaren. Pero el miércoles, Valencia se enfrentó a Antonio Bravo, su más fiero contrincante de la temporada.

Bravo tiene 12 años. Es delantero en el Centro Educativo Fiscal Mixto Ejército Ecuatoriano de Lago Agrio y tenía una semana preparando su estrategia. Desde que supo que Valencia, su ídolo, visitaría la escuela, estuvo ensayando con la banda de música, que para la ocasión se vistió de gala, con corbata y sombrero. El profe Álex preparó tonadas con xilófonos y tambores para homenajear al jugador, que llevó computadoras y llegó al plantel con una comitiva de su Fundación, auspiciantes, representantes de Unicef, periodistas y hasta policías del GOE encargados de protegerlo.

Tanta gente no estaba en los planes de Antonio Bravo, que tenía previsto actuar como tamborilero mentiroso y lanzarse por dentro hacia Valencia a la menor oportunidad para pedirle un autógrafo. El momento escogido: cuando el jugador cruzara hacia la mesa de honor por la cancha de baloncesto, la cual ya estaba repleta de sillas con compañeros, padres de familia y profesores.

No contaba con la nube de personas que se interponía ni tampoco con que debía dejar la mochila en el aula hasta que se terminara el acto de entrega de computadoras. Olvidó arrancar una hoja de su cuaderno. ¿Dónde firmaría Valencia? La ceremonia ni siquiera había empezado y el partido de Bravo ya se ponía cuesta arriba.

Valencia ya había visitado en varias ocasiones su antiguo colegio; pero el miércoles regresó, muy a su pesar, con la pompa que suele acompañar a los ídolos en los eventos oficiales, incluyendo las cámaras invasivas que lo registran todo. Apenas cruzó el umbral, tuvo que hacer frente a un racimo de brazos con papeles y esferos. Firmó lo que pudo hasta que se sentó en la mesa de honor.

La banda ya había empezado a tocar, pero Valencia apenas miró a los músicos; pasó de largo con su nube, ajeno a que Antonio Bravo esperaba su momento. Pero el niño esperó demasiado. Su compañero Héctor Cando, también de 12 años y defensa estrella de los recreos, rompió filas antes del último acorde y ¡zas!, logró un autógrafo de Valencia, justo antes de que el ídolo se sentara junto al rector y empezara la ceremonia.

Cuando Bravo quiso reaccionar, fue tarde. Ya había empezado el Himno Nacional, que petrificó a todos con la mano en el pecho. Luego de cantar que Dios aceptó el holocausto, había que esperar los discursos de rigor, aunque el rector Germán Payo, que se emocionó al recordar que fue profesor de Valencia, tenía una sorpresa: ¡él mismo tocaría, al final, unas canciones con su quena!

Para colmo, la nube y las cámaras impedían que Bravo y la gente viera a Valencia. Muchos se pararon sobre las sillas. Otros, más resignados, se quedaron sentados, mirando al techo y escuchando las palabras del ídolo, que tampoco fueron muchas, pues Valencia siempre ha sido de hablar justo y, además, le esperaba otro acto en el estadio Carlos Vernaza.

Valencia hizo el amague de retirarse y se desató la locura. Otra avalancha de brazos le impedía avanzar. Antonio Bravo se dejó de tácticas y estrategias pues, cuando el partido está complicado y ya se están jugando los adicionales, solo queda apelar a la actitud.

Dejó tirado el tambor y se lanzó contra el bosque de piernas que se interponía entre él y ‘Toño’. Se escurrió entre sillas y profesores. Gambeteó entre brazos y empujones. Le hizo una finta al oficial del GOE, enorme mole que declaró que ya no se firmarían autógrafos y que pidió a la gente su colaboración, por favor.

Antonio Bravo corrió tanto que ganó la raya de fondo y pudo estar frente a frente, mano a mano con su tocayo, su referente e inspirador de todas sus conversaciones en la escuela, en especial de los lunes, cuando todos comentan lo bien que había jugado Valencia.

Bravo no tenía papel y su pobre tambor había quedado en el camino. Pero ofreció su sombrero. Valencia lo tomó, firmó un garabato con sus iniciales y prosiguió su marcha hacia la puerta de salida, con la música de fondo que el mismo rector tocaba. Era, irónicamente, ‘El cóndor pasa’.

Un minuto después, la cancha de baloncesto había perdido a casi todo el público. Valencia y su comitiva habían salido hacia el estadio, ubicado a dos cuadras y se habían llevado al enjambre de fanáticos. El rector, que había rematado con ‘El aguacate’ su presentación con la quena, recibió los aplausos de un puñado de profesores. Él también tenía hinchas.

Mientras tanto, Antonio Bravo lucía feliz con su sombrero. En su copa estaba la marca de Valencia. Prometió no lavarlo nunca: para la próxima actuación de la banda, tendría a Valencia en su cabeza, literalmente.

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