Como si se encontrase en una sala cinematográfica en la que solo consta él, un hincha estira muy cómodamente sus zapatos y los deposita sobre el desocupado respaldar de la butaca que está frente a la suya.
Se encuentra en el palco este, una localidad que en ventanilla estuvo valorada en USD 120 pero los revendedores, resignados a ‘no perder tanto’, la terminaron vendiendo en USD 50. Pero ni así. Apenas unos 1 500 callados espectadores poblaron este sector. Fue el más caro y el menos concurrido del estadio Monumental.
Una hincha, ubicada unas cuantas sillas (vacías) más allá, extiende sus brazos a placer hasta lograr abrazar las dos butacas que tiene (vacías) como vecinas. Viste un uniforme azul marino de oficinista que se arruga a medida que se recuesta sobre los otros asientos.
Los vendedores de hot-dogs circulan cargando sus rechonchas bandejas, preocupados por los pocos clientes, pero sin el cargo de conciencia de tropezar con alguien. Sobre las salchichas, están regadas de manera chueca salsas de tres colores diferentes. También papas fritas cortadas en formas similares a estrellas.
Con mucha agilidad, un vendedor de cabello tupido lanza una botella de agua desde el primer escalón de tribuna hacia los graderíos de arriba. La recibe un cliente de edad similar. El comerciante le grita desde abajo que le pague. El cliente le lanza una moneda. El negocio no concluye ahí. Como no le lanzaron lo justo, el vendedor arroja el vuelto en las manos del cliente que, a juzgar por su sonrisa, disfruta con esta volátil manera de comprar bebidas hidratantes.
Más arriba, en el palco de prensa, un puñado de reporteros radiales se guían durante sus transmisiones por las hojas que tienen sobre sus mesas. En ellas están dibujados el mapa completo del partido, los apellidos de los jugadores y, a su lado, sus respectivos números de camisetas. Eso es lo que hace que rara vez se equivoquen durante las narraciones deportivas. Cuando no distinguen el perfil físico del futbolista, les basta con revisar qué número tienen en la espalda y lanzar en vivo la información.
La publicidad inflable con la frase “Disfruta con moderación” -que en el entretiempo colocó en el centro del campo la empresa Pílsener- causó tan poca sorpresa como los ataques de la selección de Ecuador al portero español Iker Casillas (que aburrido ante la poca exigencia del rival, jugó solo a ponerse y quitarse ligeramente sus guantes durante todo el partido. Al finalizar el primer tiempo, tiró a los graderíos de tribuna oeste sus cotizados zapatos).
A diferencia de lo que suele ocurrir cuando juega en este estadio el equipo Barcelona, los hinchas no lanzaron cánticos. Salvo un poco original “Ecuador, Ecuador” y un débil y berreado: “Sí se puede”, no hubo canciones que muestren apoyo a los jugadores. ¿No saben los hinchas guayaquileños barras para la Tricolor? Actuaron como si ver jugar a la Selección en Guayaquil fuese cosa de todos los días, como si su presencia en esta ciudad fuese rutina. Se comportaron como si frente a ellos tuviese un rival de Segunda Categoría.
Pocas cornetas y pitos intentaban disimular este silencio coral de la hinchada. En la general sur, recién en el minuto 35 del segundo tiempo se escucharon con fuerza unos bombos. Tan inofensivos como fueron los jugadores tricolores en la cancha lo fueron los espectadores en los graderíos.
‘Espectadores’ sería el término más justo para llamar a quienes asistieron al estadio, ya que lo suyo únicamente fue un acto de contemplación. Únicamente el homenaje que al minuto 11 del primer tiempo recibió Christian Benítez, los despertó. Solo por breves minutos, se sintió verdadero ambiente de graderíos.
El resto fue un silencio de sala de velación. Silencio de museo de arte. Silencio de sala de cine.