Didier Drogba tiene un peso enorme sobre sus hombros. Se llama Costa de Marfil, un país donde la expectativa de vida es de 46 años. Un país donde la deforestación avanza con la incontenible fuerza de un tsunami.
Es un país de 18 millones de habitantes y 66 etnias que están unificadas, no por la bota militar o una Constitución escrita en francés, sino por un póster de Drogba en la pared.
fakeFCKRemoveEl jugador, que acaba de proclamarse campeón de la Premier League inglesa, es más que un espejo para sus compatriotas: es un motivo para alzar la mirada a eso que se llama horizonte.
Drogba, desde los 5 años hasta los 15, era un inmigrante africano que buscaba un lugar en Francia. Uno de tantos.
Era mal estudiante pero buen futbolista. Perdió un año escolar pero ganó un puesto en el club semiprofesional Levallois SC. Sus padres querían que estudiara contabilidad en la universidad, pero se dedicó por completo al fútbol cuando el Le Mans le ofreció jugar en Segunda.
Comía mal y por eso se lesionaba con frecuencia. No se emborrachaba ni generaba relajo, pero se casó a los 20 años y nueve meses después ya era papá.
Todo cambió en el 2002, cuando el club Guingamp lo contrató. Empezó una escalada de fama construida a punta de goles. Drogba no era, y nunca fue, un jugador con técnica depurada. Pero era -y sigue siendo- arrojado y decidido, con 1,89 metros y 74 kilos de vigor puro.
Sus remates de pies y de cabeza lo llevaron al Marsella y luego, en el 2004, al Chelsea, que ya estaba a cargo del millonario ruso Román Abramovich, quien pagó USD 51 millones por su contrato. Era el fichaje más caro en la historia del cuadro de Londres.
Con el Chelsea ganó tres títulos de la Premier League, el último hace cuatro días. Cerró la temporada como máximo artillero, con 29 goles, tres más que Wayne Rooney, seis más Carlos Tévez y siete más que su compañero Frank Lampard. Superar a uno de ellos es un logro. Superarlos a todos es el éxtasis.
Los marfileños adoraron aún más a Drogba cuando el equipo nacional, conformado por otros jugadores de alto nivel, logró clasificarse para el Mundial del 2006. Fue un hecho histórico.
El torneo alemán fue un fracaso (Costa de Marfil no pasó de la primera ronda), pero en Sudáfrica el delantero tendrá una nueva oportunidad de demostrar que su país tiene a los mejores jugadores del momento.
El problema es que Drogba carga con tanto peso, con tanta esperanza, que el equipo depende del genio de su estrella. O, mejor dicho, de su mal genio.
Drogba es talentoso pero no domina al niño que practicaba fútbol en los parqueaderos de Abiyán. Sus arrebatos los han sufrido el Chelsea y su Selección. De repente, mete la mano para hacer trampa. De repente, se lanza al piso para simular un penal, ‘picardía’ que en Inglaterra no se comprende ni se tolera. De repente, se niega a celebrar un gol de Lampard porque Drogba quería cobrar el penal.
Drogba, por sus características, es incapaz de crear juego por sí mismo. Necesita a los demás. Con el Chelsea logró ese equilibrio (atrás quedó la expulsión que sufrió en el 2008, en plena final de la Liga de Campeones) pero no con Costa de Marfil. Drogba es el líder sin discusión. Él está en los pósteres de Abiyán. Quiere ser el horizonte. Y el horizonte nunca se alcanza.