Burnett Street corta por el medio el corazón de Hatfield, uno de los barrios más residenciales de la ciudad diplomática de Sudáfrica, de manera transversal de sur a norte.
Podría decirse, con alguna imprecisión geográfica, que va del búnker del seleccionado argentino, el HPC de la Universidad de Pretoria, hasta el estadio de la ciudad, el Loftus Versfeld, en un recorrido aproximado de 10 km.
Pero si uno usara la lupa, al estilo de Google Maps, se encontraría con una esquina que sirve para sintetizar buena parte de la cultura y de los hábitos de convivencia en este país.
Se trata, precisamente, de la esquina de Burnett Street e Hilda Street. Pararse allí, caminar unos metros hacia un lado y unos metros hacia el otro, en un fin de semana cualquiera es encontrarse con dos Sudáfrica en dos cuadras.
Solo 100 metros al sur, hacia el HPC, la noche del viernes estalla Hatfield Square. Una especie de plaza estilo europeo, en el pulmón de la manzana, a la que se accede por dos portones que ofician de pasillos, en los espacios que dejan bares y restaurantes.
Sobre el piso empedrado, se alinean mesas y bancos de madera al estilo de ‘beergarden’ alemanes o los viejos ‘campings’ sindicales de la Argentina, todos ubicados frente a diferentes bares de los que sale música altísima y con barras, desde donde se despacha cerveza sin parar. Cada bar tiene una pista improvisada, donde cualquiera baila con cualquiera o con nadie.
Allá arriba, subiendo unas escaleras, está el Drop Zone, el bar ‘top’, donde cada uno es revisado antes de entrar. Las espaldas anchas, los brazos musculosos, la camisetas, los gestos delatan que el 90% de los hombres que caminan por allí han sido, son o serán ‘rugbiers’. Las chicas se despreocupan de abrigarse, a pesar de que el frío nocturno se hace sentir.
Todos, salvo dos o tres muchachos que pasan cada tanto entre los bailarines o algún otro que levanta vasos con un caja plástica, como las que se usan para estibar gaseosas, son blancos.
Solo 100 metros hacia el norte, hacia el Loftus Versfeld, la noche del viernes estalla en Zanzú Lounge o en Cappello. Dos restaurantes que se convierten en boliches sin dejar de ser lo anterior, alternativamente.
Se puede comer en mesas bajas, recostados sobre una especies de sofás que hacen de sillas, o en otras mesas más tradicionales. La música suena fuerte, a veces coincidiendo con las imágenes que salen de los enormes plasmas colgados de las paredes. Salvo los periodistas y algún turista, que ya pueblan estas calles para el Mundial y que después de un par de visitas son recibidos como amigos por Mike Mlalazi, todos son negros.