Fallecer por una agresión en el estadio es como morir en una boda o en un bautismo: una fiesta para celebrar la vida termina convertida en una reunión de angustia y dolor. Y morir en un hecho violento llena de vergüenza a una sociedad que todavía no aprende a convivir con un mínimo de respeto. Esta vez, el martirologio de aficionados caídos aumenta con un hincha de Liga que muere, según la Policía, por negarse a compartir una cerveza con un correligionario. Increíble.
Al parecer, aunque todavía faltan más investigaciones para dar una versión concluyente, esta vez la víctima no murió por enfrentamientos de barras pandilleras ni por un agudo descuido en las medidas de seguridad del estadio de Liga, un lugar que muchos consideran sumamente inseguro. Fue, según las primeras versiones, un golpe abusivo y bravucón, con tan mala suerte que genera la pérdida de equilibrio de la víctima, su golpe contra la grada y la muerte en el hospital. Sí, pudo pasar en cualquier reunión social. En cualquier fiesta de amigos. En la calle. Pero ocurrió en un estadio, en el de Liga. Es una nueva derrota para los que aman al fútbol.
Es verdad que la sociedad ecuatoriana, ahora mismo, está saturada de violencia. Lo vemos en las pugnas entre los políticos que nos gobiernan y los que están en la oposición, cada vez más polarizados. Lo sentimos en los asaltos, ajustes de cuentas y secuestros exprés que nos agobian y quedan en la impunidad. Lo presenciamos en aquellos que al frente del volante abusan de peatones, ciclistas y reglas de tránsito. Lo sufrimos cada día.
En el fútbol también existe una gran dosis de violencia, sobre todo porque se les ha dado más importancia de la que tienen a los equipos, que son solamente eso, equipos de fútbol. Nunca fuimos mejores ecuatorianos porque 11 jugadores llegaron al Mundial. Nunca fuimos peores porque la Tricolor no entró a Sudáfrica. La rivalidad se ha convertido en enemistad. La crítica a los procesos es tomada como ataque y no como análisis. El Twitter es una cloaca que reemplaza al antiguo grafiti de urinario. Los insultos homofóbicos son los preferidos, como si el fútbol fuera un asunto de hombría. Algunas barras acuden a los estadios para ‘tomar por sorpresa’ a los hinchas contrarios, como si fueran guerrilleros. Estamos locos, en definitiva, porque no sabemos ganar ni, mucho menos, perder.
Se piden más controles. Se piden sanciones severas contra aquellos que osen violar las normas. Pero no hay cacheos, operativos de inteligencia, confiscaciones ni cámaras de seguridad que frenen la violencia si el público no adquiere la madurez suficiente para disfrutar un espectáculo. En algunas ligas barriales hay partidos que acaban en bronca campal mientras los hinchas beben de jaba en jaba. Si no hay madurez en pequeña escala, ¿cómo esperarla en niveles masivos? Que lo ocurrido en el duelo entre Liga y Emelec sea, al final, un acto esporádico, no debe ser un alivio, porque no disminuye la gravedad del cáncer que sufre el fútbol.
Ya es hora de pedir ayuda. Los ingleses derrotaron a los ‘hooligans’ y ahora sus partidos son seguros, siempre llenos de niños. Aprendamos de ellos: es momento de que los violentos sean identificados, atrapados y enjuiciados. Ya hay muchos crímenes en los estadios que siguen sin castigo. En Colombia, los actores de vandalismo en los estadios se van a prisión por años.
Hoy, un hogar ecuatoriano llora la partida de un ser querido que fue al estadio y no volvió. ¿Cuántos más deben morir?