La FIFA, un autoritarismo mundial

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Es una marca transnacional, su sigla es FIFA (Federación Internacional del Fútbol Asociado).

El fútbol trasciende desde hace mucho tiempo el mero entretenimiento. La genial y terrible premisa romana de panem et circenses cobra en el siglo XXI mayor fuerza que nunca y el hecho que la retrata mejor es sin ninguna duda este deporte.

Nunca en la historia humana un acontecimiento vinculado exclusivamente al entretenimiento ha llegado a tener tal trascendencia.

El fútbol se ha apropiado de la vida de la mayor parte de las naciones, se ha convertido en un hecho social de primera importancia, tiene connotaciones políticas significativas, en más de un caso se ha convertido en el único elemento de unificación de algunas sociedades, se ha transformado en una cuestión de orgullo nacional, genera grandes euforias y terribles depresiones, para millones de personas es mucho más que un deporte, es una pasión, un rito, una religión (la palabra la uso con plena conciencia de su significado), con sus dioses, sus oficiantes, sus fieles y sus catedrales.

El fútbol debe dejar de tomarse como algo poco serio. Es una de las cosas más serias de nuestra vida colectiva.

La percepción del potencial que ese fenómeno tenía, vino de la mano de la revolución de los medios por la vía de los satélites y las transmisiones televisivas con cobertura planetaria. El salto comenzó a darse en los años setenta del siglo pasado con Joao Havelange entonces presidente de la FIFA.

La visión sagaz, la revolución tecnológica y sobre todo la escasez de escrúpulos, convirtieron a la FIFA en un imperio que poco después –suele pasar con los imperios- devino en una tiranía. La Federación, una institución sin fines de lucro (sí, ríanse, pero es verdad) se las ingenió para convertirse en un superestado basado en un bien imbatible, la fe ciega de sus fieles.

Eso le permitió poner literalmente las condiciones que le dio la gana a todos los países del mundo. Si una Federación de Fútbol quiere ser parte de la FIFA se atiene a sus reglas y a su jurisdicción y acepta no someterse a la de su propio país.

Si un país quiere organizar la Copa del Mundo acepta las reglas de la FIFA, que incluyen, por ejemplo liberarla de impuestos en sus operaciones y aceptar vulnerar las leyes del país, como autorizar el expendio de bebidas alcohólicas en los estadios durante el campeonato (condición de una cerveza auspiciadora).

Acepta además los “estándares” FIFA en los estadios mundialistas, sus accesos, vías de comunicación, capacidad de transporte y aeroportuaria, etc., etc.

No sólo eso, acepta para la comercialización de productos bajo el sello FIFA no sólo el derecho exclusivo de marca, sino la limitación del uso de determinadas palabras o ritmos musicales de patrimonio popular que por un tiempo determinado están prohibidos en el país anfitrión o en las proximidades de los estadios mundialistas.

Esta locura se ha visto expresada en el Mundial de Brasil que ha gastado 11.000 millones de dólares para organizar la justa internacional, de los que menos de la mitad se pueden considerar inversiones de largo plazo y de beneficio colectivo.

Estadios como el Maracaná cuya remodelación (¡La tercera en veinte años!) costó más de 500 millones de dólares, o la construcción de otros nuevos en ciudades como Manaos o Brasilia a costos superiores a esos 500 millones para la disputa de ¡4 y 6 partidos respectivamente!, expresan el despropósito. Campos que no servirán para otra cosa que para caerse en pedazos o costar una fortuna en mantenimiento.

La FIFA maneja el balón y hace jugar a todos a su ritmo. Ritmo que conduce a darle la sede de la Copa 2022 a Catar en plena época de verano con temperaturas que se acercan a los 40 grados. Sobre la decisión hay ya graves acusaciones de gigantescas coimas por parte del país beneficiado.

Ritmo que impone un calendario futbolístico internacional que está destrozando a jugadores que por muy atletas de alta competición que sean, no resisten más de 60 partidos de alta competición antes de llegar al Mundial; lo prueban las lesiones, muchas de ellas crónicas, que enfrentan varias superestrellas.

Ritmo que se traduce en una danza de los millones que hace que los pases de las deidades futbolísticas gire entre los 80 y 120 millones de dólares. Los países, más de uno en seria crisis económica, viven una burbuja de la desmesura que distorsiona la realidad, confunde a los jóvenes y trastoca completamente los valores individuales y colectivos.

Pero ante esta obscenidad comienzan por fin a levantarse voces contra la tiranía mezcla de espectáculo y religión, que pretende seguir portando una carta blanca para hacer y deshacer a su antojo con un objetivo evidente, llenar sus arcas de millones con una avaricia que hace palidecer al más avaro. Una tiranía que, sin olvidar la belleza mágica del fútbol como deporte-arte, hay que combatir.

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