La imagen del dirigente de fútbol, su significado y trascendencia, está en una profunda crisis. El estallido del FIFAgate ha convertido a los dirigentes, antes venerados, en personajes sospechosos, hasta repelentes, coludidos de alguna manera con un profundo poder y multimillonario que estuvo sin control por mucho tiempo.
Esta situación hace pensar en medidas tan radicales que van más allá del cambio de dirigentes o de su limitación en sus cargos, sino directamente en su desaparición.
Es verdad que hay mucha injusticia en que varios dirigentes, honestos y abnegados, terminen pagando por esta mala reputación. Pero también es cierto que, parafraseando a Carl Von Clausewitz, el deporte es la continuación de la política por otros medios y es inevitable salir mal parado. No un tema de imagen sino de deber ser.
Siempre se vio al dirigente como un político en ciernes, con un ojo en la cancha pero otro en futuras curules municipales, legislativas y hasta presidenciales. Muchos no saltaron de la dirigencia a la política sino que convivieron en los dos mundos, como reverso y anverso de una misma moneda. Fijémonos en las asambleas del fútbol, sus reuniones y sistemas, tan calcados de la política que por eso se creyó, que el fútbol era un Estado aparte.
Es tiempo que la dirigencia se renueve. Que acepte el cambio de época. Que sea más deportiva y menos política.