¿De quién es la Plaza Grande?

La pregunta que titula este texto no es ingenua. Me la hago genuinamente porque desde hace un tiempo ya no puedo responderla con certeza. De tratarse de una pregunta retórica, la respuesta obvia sería que esa plaza, que existe desde que Quito es Quito, es nuestra, de la gente de a pie, ¿no?

Porque la Plaza Grande es mía, que la recorrí decenas de veces siendo muy pequeña cuando recién llegué a Quito; es también el sitio de recogimiento, contemplación y consuelo –sí, en medio de semejante bullicio eso es posible– de una conocida artista plástica que hoy ejerce funciones administrativas en la Secretaría de Cultura de la ciudad; es territorio de predicadores, de desocupados, también de gente apurada que no tiene tiempo ni para echarle una mirada; y en varias ocasiones ha sido zona de guerra, literal y figurada.

Allí, en esos 7 000 y pico de metros cuadrados están contenidas, mejor que en ningún documento legal, la república y la democracia tan anheladas (y maltratadas) por quienes somos parte de este país.

Quien se toma la plaza se toma el poder, me dijo hace un par de días el flamante Cronista de la Ciudad, Alfonso Ortiz Crespo. Debe ser por eso que me incomoda la sensación de que, de alguna manera, ese espacio ha sido secuestrado. Cada vez pasa con más frecuencia que por A o por B (a las buenas o a las malas) no podemos acercarnos a ella: porque hay una fiesta, porque hay un visitante importante o porque no les da la regalada gana…

La semana antepasada ocurrió el más reciente episodio de una serie de desencuentros entre los mortales –que no tienen ni guardaespaldas ni choferes ni la afiliación política adecuada– y la plaza. Una marcha de sindicatos nacionales fue impedida de llegar hasta la Plaza de la Independencia para hacer escuchar su malestar respecto de las reformas laborales propuestas por el Gobierno. En democracia, se supone que aunque sea tenemos derecho al pataleo y a que las autoridades nos escuchen.

¿Si se acuerdan que la plaza también se llama de la Independencia? Así la bautizó Eloy Alfaro, cuando a inicios del siglo pasado develó allí el monumento a los próceres que nos liberaron del ‘yugo servil’. Testigo centenaria de intrigas y confrontaciones políticas; hoy está impedida de albergar a quienes disienten –con argumentos o no– con el poder de turno. Ni soñar que un yasunido, un activista contra la minería en Íntag o Quimsacocha, o uno de los 10 de Luluncoto pudieran gritar su descontento o pedir explicaciones en la plaza.

Pero no siempre fue así. Por años (a excepción de los dos que en el gobierno de Durán Ballén se lo impidieron) la familia Restrepo pudo protestar por la desaparición de sus hijos ahí, en las narices del poder Ejecutivo. ¿Se imaginan qué pasaría ahora? (esta pregunta sí es retórica). Y disculpen que no conteste a la interrogante que titula este texto, porque aunque creo saber la respuesta, no me resigno a aceptarla. 

Ivonne Guzmán / iguzman@elcomercio.org

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