El egoísmo es uno de los peores, si no, el peor de los males del ser humano. Es la base de cada horror, de todo el daño que nos hacemos los unos a los otros e, incluso a nuestra Tierra. Porque si por cada acción nos detuviésemos a pensar en cómo repercutirá esto en las otras personas y en el mundo que nos rodea, ¡evitaríamos tanto daño, y tanto sufrimiento! Y más aún, si nos detuviésemos a pensar en cómo podemos con nuestras acciones ayudar a otros, habría entonces más sonrisas y menos rostros de amargura. ¿Pero cómo se pude lograr esto si desde pequeños se nos enseña la célebre frase: “primero yo, segundo yo, tercero yo, y al final el resto”? Cuando lo que debería enseñarse es a valorar el yo y “el resto” como un paralelo, como una misma cosa. En un mundo donde somos encaminados hacia el egoísmo desde pequeños, no es sorprendente que cada uno vea por sus propios intereses, beneficios o sentimientos. Somos tan egoístas que incluso nos quejamos del egoísmo de otros y decidimos no hacer nada al respecto. Pero, ¿y si empezáramos nosotros, cada uno, a ver el yo y “el resto” como un paralelo? Porque si con un adoctrinamiento egoísta, uno a uno, se ha logrado una sociedad egoísta, podríamos de igual manera, uno a uno, construir una sociedad altruista.