El programa del Gobierno en busca de la excelencia académica merece el aplauso general. Es el camino correcto para preparar profesionales cultos y competentes que sean mejores dirigentes, empresarios e intelectuales que enrumben nuestra nación hacia el progreso. Pero resulta que los aspirantes a la función de asambleísta -la más importante del quehacer nacional- no deben cumplir otro requisito que haber nacido en el país y tener mayoría de edad, punto. La popularidad del sujeto, para conquistar una mayoría partidista, es lo que cuenta.
Se objetará que esos son derechos constitucionales que no se puede conculcar a nadie. No pido eso, pero sí reglamentarlo. ¿Por qué no se entrega la licencia de conducir a todo el mundo? Porque antes se debe capacitar y superar unas pruebas. Así se previenen accidentes. En cambio se da patente de corso a malos asambleístas para que se carguen el país entero.
El panorama político es desolador. Poblado de reinitas de belleza, deportistas de renombre, presentadores de radio o de TV y cantantes faranduleros que, -con todo el respeto que se merecen- en su vida habrán leído ‘El contrato social’ de Rousseau o un texto de Ciencias Políticas.
No es de extrañarse pues, que se debatan propuestas para cambiar el Escudo Nacional, crear taxis rosados o institucionalizar el tamarindo. Puros disparates que colman la paciencia de los ciudadanos.
Es imperativo regular la inscripción de candidatos exigiéndoles una congrua preparación académica, así como se pretende –justamente- un PhD para la cátedra universitaria. ¿Es mucho pedir que nuestros futuros legisladores tengan conocimientos básicos y responsables sobre cómo legislar? ¿El deseo de una victoria electoral justifica que se hipoteque el futuro de nuevas generaciones?