Parafraseando el titular del artículo “Se hundió la soberbia” (EL COMERCIO, sábado 30 de abril de 2016), permítame decir que también debe hundirse la vanidad. El Sr. Pablo Cuvi, en un ameno relato se remite a experiencias de su niñez y refiere casos reales trágicos, deportivos y cinematográficos para concluir que, tarde o temprano, los soberbios reciben su castigo.
Yo deseo referirme a un ejemplo del cine, no tan reciente ni lejano: la película ‘El abogado del diablo’. En esta, un joven abogado se desborda en vanidad por que gana todos los casos. Nadie como él, al punto que es contratado por una prestigiosa firma a la que llega sin saber que el dueño era el diablo. Continúa su racha ganadora hasta que su jefe, el diablo (Al Pacino), le revela la verdad: era él quien le auspiciaba sus triunfos fuente de su vanidad; triunfos que, obviamente, no les asumía con humildad.
La lección que deja la película se sintetiza en la frase que con sabor a triunfo expresa el diablo: “vanidad, mi pecado favorito”. Esa vanidad, orgullo fatuo que tienen algunas personas se vuelve muy peligrosa cuando el vanidoso tiene poder y está “… obnubilado porque creen saberlo todo…”, como acertadamente escribe en la misma edición el señor embajador José Ayala Lasso. A este pecado favorito del diablo se lo combate con humildad, valor humano y divino que nos permite disfrutar moderadamente de los triunfos y procesar adecuadamente los fracasos. Los primeros no nos llevan al cielo y los segundos tampoco al infierno. En las actuales circunstancias, muy duras para el Ecuador, es la oportunidad para que gobernantes (principalmente) y gobernados actuemos con humildad, pues tarde o temprano, seguramente en el 2017, los vanidosos, que creen saberlo todo, recibirán su castigo.