Luis XIV gobernó Francia de 1643 a 1715 con un absolutismo feudal, se le llamó el Rey Sol, porque todo giraba alrededor de él a tal punto que afirmó: “el Estado soy yo”; pues, era el supremo gobernante, el supremo juez, el supremo legislador.
Se caracterizó por ser un gran derrochador de lujo, prueba de ello la construcción del palacio de Versalles para centralizar a su alrededor hasta los cortesanos. Este sistema de gobierno – absolutismo feudal – parece desapareció con el advenimiento de la revolución francesa y la democracia, pero no ha sido así porque en determinadas etapas históricas ha reaparecido con diversos matices en algunos países, distorsionando el desarrollo y el progreso.
Uno de ellos es precisamente nuestro país, pues la Constitución de Montecristi puso en vigencia un presidencialismo absoluto, sometiendo todas las funciones del Estado, al ejecutivo, con lo que nuestro mandatario superó a Luis XIV, pues este absorbió tres poderes: legislativo, ejecutivo y judicial, cuando el nuestro absorbió un poder más: el electoral y tenemos que nuestro gobernante no solo es supremo ejecutivo, supremo juez y supremo legislador, además es supremo elector, cosa que no pudo ser Luis XIV porque no existía la democracia, pero como hoy existe en nuestro país, se captó también este poder para beneficio del mandatario y perjuicio del mandante; y, hasta defendemos esta continuidad “democrática” como sagrada.
No entiendo cómo la cándida oposición se apresta a terciar electoralmente, como si se tratara de un proceso normal con juez independiente.
No entiendo cómo prefieren ser candidatos pisoteando los escombros de la democracia según el esquema Montecristi, antes que sepultar al sepulturero, desmantelando su poder estructural y consolidar la auténtica democracia libre.