Es el más noble de los sentimientos del ser humano. Supera a la amistad porque esta se comparte con determinadas personas, en tanto que aquella se la practica sobre todo con desconocidos. Es más amplia que el amor, que es una sensación que, felizmente, se la vive con muy pocos congéneres. No creo que se pueda “amar a todo el mundo”, pero si se puede ser solidario, no importa para quién ni cuándo, ni cómo. Y, esta intrínseca abstracción le hace más pura, honesta y honrosa. De una acción solidaria lo más probable es que te olvides porque, en la mayoría de los casos, no hay “la otra parte”.
Se es “amigo de…”; se ama “a…”; pero, solo “se es solidario”. No hay nombre ni pronombre; no se sabe si es plural o singular; si el damnificado es inmaculado o un sátrapa; no se conoce si le llega a quien no necesita o arriba demasiado tarde. La solidaridad es ingenua, empírica. Es una actitud de generación espontanea, casi instintiva.
Un grupo social solidario es infinitamente superior a la estructura de un estado. Actúa más rápido y con total sinceridad. No requiere líder; le ignora, más bien. El gobernante, no importa quien, siempre llega tarde, hasta moldear su actuación. En cambio, la solidaridad es anónima. No hemos sabido, y tampoco interesa, quien representa a la Cruz Roja, por ejemplo. El auténtico solidario no busca sobresalir y si lo hace, queda ridículo. Sale sobrando.
Todos tenemos defectos. Pero este momento me enorgullezco de ser un humano; que no invoca su nacionalidad ecuatoriana, porque sería egoísta frente a miles de ciudadanos del planeta, a quienes tampoco les interesa a la identidad del receptor. Hoy solo seamos solidarios.