Con los hermanos cristianos de la centenaria Escuela de San Blas no había payasadas; los maestros Hermes, Arístides Vicente y Cornelio, aplicaban al pie de la letra el aforismo “La letra con sangre entra”.
En realidad nunca hubo sangre, el castigo para los vagos era de tres reglazos en la palma de la mano, que máximo originaban una ampolla. La famosa regla era una varita de madera, y sí que dolía, tanto, que muy pocos volvían a arrinconarse para vaguear. Papel y lápiz eran las herramientas para multiplicar 7×8 o hacer una regla de tres.
Calculadoras y computadoras eran un mito. ¿Quién podría comprar un título o plagiar una tesis? Nadie… Pero luego llegó la modernidad y con ella las trampas y el cinismo de aprovechar los avances tecnológicos para cosechar un prestigio o una dignidad espuria que permita capacitar y hasta gobernar al resto. Diplomas al mejor postor, congresos organizados por las agencias de viajes, el RUC como mérito que da puntos y una manga de ‘licenciados’ que aún no reúnen la plata para comprar una licencia profesional sin saber manejar. Los falsos profesionales deberían saber que, así como las máquinas facilitan el aprendizaje, proveen las armas para detectar inmediatamente las trampas.
Ahora, ¿quién juzga estos delitos? Yo para escoger a quienes hagan justicia, habrá que esperar que se vayan los jueces internacionales que vinieron a supervisar la reestructuración de la justicia sin resultados, hasta que ello ocurra, hay que encontrar urgentemente a quien aplique los reglazos.