Para el oficialismo, la lección que les ha dejado la derrota del 23 de febrero pasado, debería ser asumida como lo que fue: una derrota que no admite más explicaciones que no sean que el modelo se agotó, que la mayoría de la gente se cansó de la demagogia y el autoritarismo. Se decía que Quito era el baluarte de la revolución, pues se ve que los cimientos de ese baluarte cedieron al descontento del pueblo y que la mal llamada revolución no es otra cosa que un cúmulo de eslóganes importados. Para que una revolución dé resultados, buenos o malos, debe ser súbita y violenta. Aquí, lo que hemos tenido es un movimiento político populista, sectario, dogmático, excluyente y doctrinario; han tratado, sin lograrlo, de convencernos de que su socialismo trasnochado y utópico es para buscar la igualdad de los ecuatorianos pero, como dijo alguien, unos han sido más iguales que otros. Ahora están buscando pretextos para justificar el fracaso electoral del 23F; que fue por mal manejo de la campaña, pero lo que ha habido es un pésimo manejo del poder que lo han detentado durante los últimos siete años. En definitiva, perdieron y están respirando por la herida.