Qué reconfortante resulta para la humanidad entera saber que, al fin, los países en litigio optaron por firmar un acuerdo de paz; pues en ningún cerebro cabe que los seres humanos nos agredamos y matemos entre sí, sin respetar, siquiera, la vida de centenares de niños, ancianos y civiles a quienes, temprana y prematuramente se les arrebató su vida, dejando como secuela miles de viudas, huérfanos, padres abandonados… inenarrable amargura y desolación infinita.
Se dice, quizá erróneamente, que “el hombre es el lobo del hombre” pero, al parecer, esta irónica frase se cumple al calor de estas guerras fratricidas, en las que el ser humano pierde, automáticamente, su condición de tal, para convertirse en un ente sumiso, sin voluntad ni criterio propios, dispuesto únicamente a obedecer malévolas y sanguinarias “consignas” que arrasan con la vida de todo aquel que se le ponga al frente y que, por ende y muchas veces sin saber por qué, pasa a ser considerado: su “enemigo”.