Se realizó una convención de revolucionarios. Uno a uno comenzaron su alocución. Simón Bolívar conmocionó a todos con su declaración: “He arado en el mar”. Eloy Alfaro se pone de pie y con su serenidad dice: “Yo quise cambiar a mi país, pero mi país no quiso el cambio; como agradecimiento me quemaron y escupieron en mi cadáver”. Ernesto “Che” Guevara logra abrirse paso en medio de la multitud, con fusil en mano: “Si queremos revolución, tenemos que hacerlo por las armas, hay que imponerla”. Mahatma Gandhi interrumpe el alboroto: “Sin violencia lograremos el cambio”. Bill Gates comparte con todos su sueño: “El cambio viene con la tecnología, mi meta es que haya una computadora en cada hogar”. De pronto, se sube a un balcón, un hombre fogoso, es José María Velasco Ibarra: “Queréis revolución, hacedlo primero en vuestras almas”, “Yo lo intenté, y lo único que conseguí es un lugar en la historia”. En ese momento todos los revolucionarios presentes quieren intervenir. Entonces, alguien se levanta y todos callan, quieren escuchar lo que tiene que decir, es Jesús de Nazaret: “El mundo no cambiará si primero no cambia la persona. El amor, la verdad y el sacrificio, son el camino y doy mi vida para que esto suceda”. Se pueden cambiar las estructuras del Estado, se harán muchas revoluciones, se pueden tener las mejores leyes, pero si no hay un cambio en la manera de pensar, todo lo que se haga será en vano. El verdadero cambio es interno.