La nueva Constitución de 2007 creó el ogro del hiperpresidencialismo, dándole al Ejecutivo el poder discrecional de meter mano, perdón colegislar, en los demás poderes del Estado. Con un Gobierno exaltado al nivel de comandante de la revolución, el presidente se transforma en “jefe de todo el Estado” y por esa posición jerárquica superior, -como todo jefe o emperador- puede, silenciar a los órganos de fiscalización real, acolitar la corrupción y garantizar la impunidad, con el silencio como desodorante ambiental.
El Gobierno, gracias al esperpento de Montecristi, puede “interferir” hasta en los códigos de procedimientos internos de la Asamblea, entre ellos el de fiscalización de los funcionarios, incluido, por supuesto, el ejecutivo. Nos estamos mal acostumbrando al abuso de poder institucionalizado con leyes abusivas, sin legitimidad alguna, que en la práctica convierten a la independencia de poderes, -y a la Constitución toda- en letra muerta.