Cuando en la tarde del domingo 18 de diciembre del 2011, algunos medios internacionales empezaron a confirmar, el hasta entonces rumor de la muerte de Kim Jong-il, por la redes sociales en especial vía Twitter, sentí que debía escribir estas líneas como homenaje a los cientos de miles de hombres, mujeres y niños asesinados en sus fatídicos 17 años de terrorismo gubernamental.
En los últimos 10 años de gobierno del dictador norcoreano, murieron de hambre más de un millón de ciudadanos norcoreanos, el 95% campesinos, mientras el Gobierno se gastó más de USD15 mil millones en armas y el fracasado programa espacial.
Corea del Norte es una nación anarquizada por el odio, y el culto divino al líder de turno. Con una población en su mayoría analfabeta, con mas de 200 mil presos políticos.
Kim Jong-il gobernaba el país con mano de hierro, donde era prohibida la disidencia política, y no se permitían agrupaciones políticas diferentes al partido de gobierno.
Rendirle culto a este asesino resulta la misma experiencia que rendirle culto al diablo.
El único camino de Corea del Norte es la sublevación militar, que lleve al camino de la democracia directa y representativa.
Este es el momento ideal, para que Occidente promueva los cambios que Corea del Norte necesita, para salir del atraso y el abandono endémico, que la corrupción y el odio la han mantenido en la oscuridad y el desasosiego.