Una paciente fue transferida desde el Oriente ecuatoriano a un hospital público de la capital debido a malaria severa. El médico que la atendió debía prescribirle quinina o artesunato, antimaláricos esenciales según la Organización Mundial de la Salud (OMS), recomendados por la alta resistencia del Plasmodium falciparum a la cloroquina. La decisión fue sencilla, la paciente recibió cloroquina, único antimalárico disponible en los hospitales ecuatorianos. Esta realidad contrasta con el estribillo del supuesto avance de la revolución en salud, que no consigue ocultar la precariedad de la provisión de medicamentos esenciales para tratar enfermedades comunes. ¿Qué podemos esperar de aquellos fármacos indispensables para tratar enfermedades raras y catastróficas? No es posible saberlo, porque la revolución impone el silencio, con sendas disposiciones administrativas que prohíben hacer públicos los reclamos. Si la paciente fallece, no faltará quien acuse al médico de mala práctica, pese a que no es responsable del desabastecimiento. Algún fiscal acucioso acordonará el área, para que no escape el parásito, como ya ocurrió con los pacientes infectados por Acinetobacter baumannii. Los verdaderos responsables, los administradores de la cosa pública, jamás serán acusados y seguirán con el membrete de revolucionarios.