‘Con la libertad no come mi familia ni educo a mis hijos. Quienes supuestamente defienden la libertad son los pelucones y lo hacen para mantener sus privilegios, no porque les importe. Y por último ¿qué mismo es libertad? Igual yo hago lo que me da la gana”. Palabras más, palabras menos, este es el discurso –falaz– que utiliza una vasta porción de la clase media quiteña cuando habla de este asunto.
Augusto Monterroso decía que los escritores suelen enamorarse de los dictadores. Algo así pasa en Ecuador, pero no solo a quienes escriben sino a mucha gente que se siente irremediablemente atraída por los políticos tonantes, aquellos que muestran su supuesta fortaleza de carácter a base de acciones políticas violentas.
Nos atraen los liderazgos fuertes, esos que nos dicen qué pensar y qué hacer, los que alimentan nuestros instintos con certezas absolutas. Los políticos más cautos y reflexivos, los que reconocen errores, piden disculpas y dan marcha atrás son considerados pusilánimes, débiles mentales o abiertamente afeminados…
Esto no es sorprendente en un país como el nuestro que jamás ha sufrido los estragos de dictaduras como la de Pinochet en Chile o la de Castro en Cuba. No sabemos, por ejemplo, qué significa vivir bajo un verdadero régimen policíaco, esos que te espían hasta para ver si un domingo has ido a misa o a un bar con los amigos.
Por eso cualquiera que denuncie los atropellos a las libertades civiles y políticas es escuchado con desdén y aburrimiento (si es que es escuchado). A esas personas –entre quienes están amigos y conocidos– les quiero decir esto: tenemos que defender nuestra libertad porque es lo más valioso que tenemos como individuos y como sociedad. Tenemos que defenderla porque corremos el riesgo de perderla.
Un proyecto autoritario que no cree en la división del poder ni en el principio de la legalidad está cuajando en el Ecuador. Por ahora, muchos no ven riesgo alguno en todo aquello porque tienen lo que más les importa: un trabajo –la mayoría en el sector público– y buenos ingresos y crédito para comprar un auto y una vivienda (el sueño dorado de la clase media).
¿Pero qué pasará cuando esos trabajos en el sector público se terminen y las cuotas del carro y de la casa comiencen a acumularse? Los regímenes autoritarios no ven con buenos ojos la protesta. En ausencia de instituciones independientes que defiendan los derechos de los ciudadanos, corremos el riesgo de sufrir épocas de dura represión para mantener el poder constituido.
La libertad significa sobre todo legalidad, es decir la posibilidad de que todos seamos tratados por igual ante la ley. Las dictaduras son expertas en minar este principio y eso es lo que se está haciendo y muchos apenas lo notan.