Sería deseable que el bien gobierne y domine todas las acciones humanas, pero esto en realidad no está ocurriendo. Los ladrones modernos no conocen la vergüenza, ya no se tapan la cara cuando son descubiertos ni ocultan sus rostros debajo de su ropa. Ahora, desde su “paraíso correccional” y mediante las redes sociales piden disculpas públicas, olvidándose del precepto bíblico que obliga a devolver por lo menos el doble de lo mal habido (Éxodo:22:7). Ellos se acogen a modernas leyes permisivas en las que, a cambio de colaborar con las autoridades, se les reduce al mínimo la pena, que más que pena parece burla de la justicia. Casi todos exigen que se les muestre el recibo firmado por ellos, prueba de haber recibido el soborno, como si esto fuera posible. Si son hallados culpables, pronto se declararán perseguidos políticos y raudos huirán a su santuario, donde nunca serán alcanzados por el corto brazo de la ley. Allí gozarán de los beneficios mal habidos por el resto de sus egoístas y desventuradas existencias.