Que no nos sorprenda, que al despertar de un día cualquiera, el espejo que conoce por siempre la amigable huella de nuestra fácil sonrisa, refleje un extraño rostro, ajeno, de ojos ausentes, de inexplicable absurdo.
Estamos dejando de creer o confiar –sin percibirlo- también en nosotros, en nuestros arrestos para arremeter contra el cinismo y la creciente agresión de unos cuantos que han resuelto inocular en las mentes de los ilusos la farsa del buen vivir, y, -cuales encantadores de feria- continúan proclamando la revolución ciudadana, que camina en vía contraria a la lógica y contamina a una sociedad buena, tolerante y digna, cuyos cimientos están siendo carcomidos en sus principios y valores.
La juventud –defraudada- busca nuevos horizontes en el manantial de la esperanza, muchas veces espejismo, abrigando su fría soledad al calor de nuevas ilusiones y la reconfortante compañía de su propia voz en sus monólogos. Es la nueva e inevitable diáspora.
Mientras tanto, oportunamente, los delincuentes que han saqueado al país, abandonan el barco que hace agua por todos los lados. Y, los que no lo hacen todavía, se protegen mutuamente, al amparo de los poderes del Estado que aún permanecen secuestrados. A diario vemos que en otras latitudes del planeta las víctimas –abandonadas por sus dioses- huyen por las cruentas y ajenas guerras, por el terror y el hambre; acá, lo hacemos, porque nuestro país ha sido esquilmado por unos cuantos, cuyo desamor a la Patria es tan desmesurado como su ambición por el bien ajeno y su sueño de subsistir en la impunidad.
Pasemos de ser observadores del abuso e injusticia, a ciudadanos proactivos defensores de nuestra libertad y rescatemos el país. Demostremos que seguimos siendo altivos y aguerridos.
Ahora más que nunca le debemos al país un espacio de gloria que reemplace la ignominia nunca antes vivida en su historia.