Antes de ello poco interés despertaba la elección de un Papa; pero cuando vimos por la TV la humildad y sencillez del nuevo príncipe de la Iglesia, no pudimos salir del asombro. Y cuando supimos su nuevo nombre y su origen del Nuevo Mundo, simplemente nos maravillamos. Estas virtudes demostradas desde el primer instante despertaron nuestro respeto, interés y gran emoción.
¿Cómo así no se les habría ocurrido antes tomar el nombre maravilloso del Serafín de Asís, el santo naturalista que nos hablaba del hermano sol, de la hermana luna, del hermano lobo, el que nos enseñó a hacer pesebres, el que nos legó su bella oración: “Señor hazme el instrumento de tu paz…”? El hombre que reconstruyó la Iglesia porque así lo pidió el Señor, el que dejó lujos y riquezas para vestir un pobre sayal y unas sandalias… Hoy más que nunca hacía falta otro Francisco. ¡Qué felicidad! Y tenía que ser americano, lo que significa que hemos, madurado, que aquí también hay hijos de Dios, muy capaces, que saben afrontar los más grandes retos… Y es jesuita, hijo de San Ignacio y Francisco Javier. Los soldados de Cristo, grandes misioneros e intelectuales que han hecho mucho bien a la humanidad a lo largo de la historia. Prueba de ello son las universidades, sus colegios como el San Gabriel, el San Felipe o el Javier. Enhorabuena, al fin tenemos Papa.