Cuando escuchamos hablar, apasionadamente, de intereses partidistas, de proyectos inamovibles, de lealtades malentendidas, de liderazgos eternos, que se anteponen a los intereses del país mismo, inmediatamente se viene a la mente las limitaciones analíticas y de razonamiento que se derivan de los dogmas y de los fanatismos.
No hay peor lacra para la mente humana que el dogmatismo y su secuela siniestra, el fanatismo. Lo vemos en los ataques suicidas, en las posiciones irreductibles y en defensas cerradas de posiciones irracionales.
El dogmatismo y el fanatismo como su consecuencia, germinan normalmente en mentes inmaduras, con formaciones y educaciones deficientes. El antídoto es la cultura.
Entonces nos preguntamos, ¿cómo es posible que las riendas de un país se puedan poner en las manos de gente dogmática o fanática? Los pueblos deben aprender a distinguir los síntomas de esas mentes estropeadas por la inmovilidad: consignas arcaicas y repetitivas, discursos que evidencian su memorización, actitudes serviles para con determinados “líderes”, ataques furibundos a pensamientos distintos, incomprensión absoluta de los procesos de desarrollo, sometimiento a fórmulas ajenas consideradas milagrosas.
Un fanático no ejercita la mente, por lo tanto está incapacitado permanentemente de procesar información que no se ajuste a sus parámetros teóricos, la rechaza sin considerarla, y en consecuencia vuelve a sus fórmulas auto impuestas. Lo hemos visto: ataque constante a quienes proponen ideas distintas, desprestigio a quienes demuestran los errores.