Francisco de Quevedo en el siglo XVI aseguró “Aquel hombre que pierde la honra por el negocio, pierde el negocio y la honra”. Cuando era estudiante, una de las llantas lisas del Datsun 120Y de mi papá se desinfló y me dirigí a una vulcanizadora en la que tuve que dejar el carné universitario hasta conseguir los 800 sucres que me faltaban para completar los 1200 que fue el costo de los 3 parches que me pusieron; en el año 1990 este valor equivalía aproximadamente al 4% del salario mínimo. Una tarde, casi noche hace pocos días luego de las compras semanales, noté que la llanta de mi carro estaba baja. En medio de una lluvia torrencial me dirigí a la vulcanizadora más cercana buscando ayuda. El encargado del lugar sacó el neumático, lo sumergió y marcó cinco líneas amarillas en los lugares afectados. “Qué suerte que haya venido, sino en esta lluvia qué hubiera hecho”, me dijo. Asentí. Poco después me indicó que en uno de los orificios había que poner un parche de quince dólares y en los otros cuatro, de seis dólares cada uno: ¡39 dólares en total! ¿Qué podía hacer ante esta situación? Se me ocurrió regatear el alto precio y como favor pagué 30. Si hacemos el cálculo actual esa cantidad equivale a más del 10% del salario mínimo. Me pregunto: ¿qué habría hecho si no tenía tal monto? (seguro que una identificación no habría sido aceptada como prenda), ¿quién controla estos precios?, ¿qué impuestos pagan estos negocios?, ¿cómo puede defenderse el consumidor ante estos atropellos? La próxima vez seguro no iré a ese lugar; me arriesgaré y buscaré otro sitio, aunque con temor a que nuevamente me estafen.