Se quedó en mis recuerdos para siempre. Era una tradición en los barrios quiteños. Todo empezaba el 31 de diciembre muy por la mañana, no reuníamos y subíamos apresurados a nuestros bosques del Pichincha o Itchimbía para recoger las ramas de eucalipto (aún siento su fragancia) con las que construiríamos la casa del Año Viejo. Confeccionar el año viejo era un verdadero ajetreo, teníamos que recoger la ropa más vieja para vestirle. Todo este ajuar se completaba con una careta de un “viejo bonachón”. Lo rellenábamos con aserrín y con torpedos. Sonaba la música estridente y alegre, las viudas vestidas de negro, pelucas rubias, y labios rojos radiante bailaban pidiendo caridad, todo era algarabía, así pasaban las horas, y llegaba las 12 de la noche y entre lamentos, leíamos el testamento que nos había dejado. Siempre había un piropo, un mensaje, una ironía para cada uno de nosotros, que nos codeábamos muertos de risa y al fin llegaba la hora de quemarle, le prendíamos fuego y mirábamos absortos cómo se iba consumiendo poco a poco con gran escándalo por los torpedos. Era el momento en que estallaban los gritos llenos de emoción … Feliz Año. Nos damos un abrazo muy fuerte para desearnos felicidades y a dormir, muertos de cansancio. Al otro día, muy de mañana, nos reuníamos nuevamente para ver cuánto habíamos reunido de las limosnas, casi siempre nos alcanzaba para irnos a tomar helados con quesadillas a la Amazonas, teníamos alrededor de 14 años y éramos felices, teníamos toda la vida por delante, era el 1 de enero del nuevo año que ya estaba presente en nuestras preciosas vidas.