Por lo general, un mediocre es una persona que exhibe una serie de limitaciones de razonamiento, una escasa capacidad de análisis de las situaciones. Sus logros se reducen a la repetición de consignas aprendidas de memoria o de pasajes fotografiados en su mente con escasa resolución.
Alardean de sus conocimientos, reducidos por cierto, y sus conversaciones giran en torno a la repetición mecánica de frases preconcebidas, por lo general por otras personas, y se ufanan permanentemente de lealtades irracionales a personajes, fallecidos o no, de los cuales han sacado, a sus criterio, las “verdaderas enseñanzas”.
Jamás aceptarán comparar ideas diferentes, pues no las logran comprender, tratan de embutir en el escaso espacio mental que les deja sus creencias estampadas, objeciones fijas y aprendidas a fuerza de repetición.
Sus discursos son, generalmente, una acumulación de frases y conceptos memorizados a fuerza de repeticiones continuas, mostrando un miedo exacerbado por aquello que no pueden entender, enmascarándose en un odio hacia ideas ajenas, a las cuales temen por oponerse a sus “principios”.
Los vemos en posiciones políticas de elección popular, defendiendo, por ejemplo que instituciones como el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, institución que no ha servido en absoluto para los fines para los que fue creada: nombramientos de funcionarios ineficaces, carencia absoluta de espíritu de fiscalización, y muchas falencias más. Pero lo más avezado y audaz que exhiben los mediocres, es el convencimiento de que sus ideas, conceptos, creencias, son las del pueblo, al cual creen obligado a aceptar sus postulados.