Con profunda tristeza y enorme vergüenza contempla la humanidad entera los diabólicos quehaceres de uno de sus miembros. Me refiero a la persona que hace pocos días, con armas de fuego en sus manos, acribilló a balazos a muchos inocentes niños escolares en Newtown, Connecticut.
De cierto su alma permanecerá presa en las tinieblas por el resto de los siglos venideros. Con su muerte terminaron sus posibilidades de arrepentimiento, mientras que, los que aún vivimos, conservamos la esperanza de lograr el favor y la misericordia de Dios.
Pensé que la crueldad humana tenía límites. Debo reconocer que me equivoqué.