Hasta ayer fui un niño que nació y creció en la casa a dos cuadras del Mariscal Sucre. Recuerdo los momentos de la infancia cuando con los primos y amigos de barrio hacíamos carreras en las bicicletas a ganarle a los aviones plateados de Eastern o a los blancos con azul de Lufthansa o al Hawker Siddeley de Tame. Jugábamos también a adivinar el avión por el ruido característico de los motores que, para esa época, unos eran de hélice y otros de turbina. ¡Claro que nunca atinamos uno solo! Nos aprendimos los itinerarios y sabíamos cuándo iba a llegar el gigante Jumbo Jet de KLM que, por lo general era los sábados en la tarde, y para esa época el avión más grande que podíamos ver por ahí. Nada era más divertido que pararse bajo la cabecera sur e intentar mantenerse en pie frente a los aviones de turbina que, con rugido feroz, lograban muchas veces tumbarnos. Los de la familia, en cada viaje, procurábamos siempre sentarnos al lado derecho del avión para ver nuestra casa de lejos. Vi miles de veces mi casa desde el avión. Muchas veces vi a mi mamá barriendo la terraza y luego de unos años a mis sobrinos jugando o saludando. Hace un mes vi por última vez mi casa desde un avión. Despido con nostalgia al aeropuerto porque los rugidos de los aviones y las aventuras a su alrededor fueron parte de mi niñez. Ayer fui un niño que nació y creció a dos cuadras del Mariscal Sucre, hoy soy un viejo que vive a dos cuadras del Parque Bicentenario. Vaya que voy a extrañar los ruidos. ¡Adiós vecino Aeropuerto Mariscal Sucre!