Retrospectiva

Retrospectiva

Lo que recuerdo de la Basílica

Una de las pertenencias más importantes de la casa de mi Abuela era un niño Jesús traído de Barcelona (España) en 1940. Por muchos años, esta delicada figura de yeso, de unos 30 centímetros, engalanó las navidades de la familia de mi padre. Los ojos de aquel niño eran de un cristal tan bien trabajado que parecían tener expresión propia.

Las dos tías de mi Abuela lo vestían con unos trajecitos de terciopelo y encaje para que el niño los luciera en el lugar más solemne del pesebre, pero también en las misas que en enero o febrero le daban en su honor en la Capilla del Inmaculado Corazón de María de la Basílica del Voto Nacional.

La tradición se repitió por cinco generaciones y llegó hasta cuando mis primos y yo éramos unas criaturas. Las tías escogían, de entre los menores, al padrino del niño Jesús. Era una tremenda responsabilidad tener la fuente decorada con chagrillo y en el centro aquella figura delicada a la que había que trasladar desde la casa de mi Abuela, que estaba en las calles Galápagos y Vargas, hasta el altar de la Capilla para que se oficiara la misa.

Junto a las fanescas de Viernes Santo y a las novenas navideñas que se rezaban al pie de un fabuloso pesebre de varios niveles, decorado en musgo, espejos, papeles de traza y celofán y antiguas figuritas de distinto tamaño y material, las misas al niño Jesús eran de los eventos más importantes de la tradición de mi familia.
Mi Abuela y sus tías, como las anfitrionas, irradiaban solemnidad. Vestían trajes sobrios, guantes y zapatos de tacón. Al ingresar a la misa, de sus bolsos de broche sacaban las mantillas y rosarios que algún familiar les había traído de su viaje por Europa. 

Durante la misa, el respeto y la formalidad eran capitales, aunque los cantos destemplados de alguna pariente durante la ceremonia o una broma en bajo volumen despertaban las risas incontenibles de los primos mojigatos.

Las formas cedían al salir de templo. Los más niños correteábamos por el pretil de la Capilla del Sagrado Corazón de María, hoy en polémica por el color de la primera mano de pintura de su fachada, mientras nuestros mayores entablaban una breve conversación y emprendían, con el pequeño padrino por delante, la ruta de tres cuadras de regreso a la casa para empezar el almuerzo.

La cercanía de mi familia con la Basílica es de larga data. Mi Abuela recuerda con una lucidez asombrosa, pese a sus 90 años, cuando donó por 1935 una piedra para la construcción del templo. Ella estudió en el Colegio Sagrados Corazones de Jesús, María y la Adoración Perpetua, un plantel que por su nombre estaba comprometido con aquel proyecto de Gabriel García Moreno –hoy tan anacrónico como absurdo- de consagrar la República del Ecuador a esa devoción católica. Como símbolo de esos votos, en 1884, el sacerdote Julio María Matovelle, fundador de la orden de los oblatos, propuso erigir la Basílica.

La de mi Abuela no fue la primera piedra que la familia donó para el templo. Su abuela, en 1885, lo hizo también porque estudió en la misma escuela.

Era común en los almuerzos dominicales hablar de la Basílica, cuando la semana política no traía alguna novedad que motivara alargar la conversación, o cuando las permanentes victorias de la Liga sobre el Aucas volvían pesado el ambiente, pues la mitad de la casa era alba y la otra, con mi padre a la cabeza, oriental. Esa estela de permanentes fracasos auquistas hizo que yo perdiera cualquier incentivo por el fútbol.

La visitas a la Basílica no ocurrían, solamente, por las misas en honor al niño Jesús traído de Barcelona. Desde 1971, se había convertido en el cementero familiar desde que falleció la madre de mi Abuela. La amistad de la casa con el padre Rigoberto Correa, el otro sacerdote afanado en la culminación del templo, permitió la compra de varios nichos en la cripta principal abierta a los fieles. Incluso fue posible mudar a esas nuevas bóvedas, los restos exhumados de unos cuantos antepasados que yacían en San Diego.

En más de una ocasión, la Abuela nos hizo un tour fúnebre por esa cripta fría y pesada para que conociéramos un poco más nuestras raíces, inculcándonos el orgullo de pertenecer a su familia. Sin embargo, yo prefería aprender esa historia a través de los objetos y las pertenencias que guardaba su casa en la calle Galápagos.

A más del niño Jesús de ojos de cristal, la Abuela y sus tías tenían unos armarios gigantescos tallados en maderas, seguramente, hoy extintas. Otra de las reliquias era el cuadro de un pariente que fue general y que luchó con Alfaro, algo incomprensible para una casa en la que se sentía la huella conservadora. La imagen estaba colgada al frente de una Magdalena, pintada en un riguroso estilo clásico de inspiración europea.

Sillas estilo Luis XV, reclinatorios que hace 40 años tenían casi un siglo de oraciones y rosarios. Esa casa era un museo dulcemente cuidado por las dos tías que cada tarde se sentaban junto al bastidor para bordar, en hilo, manteles y tapetes que por muchos años, según cuenta la Abuela, fueron su sustento económico.

Las tías acompañaron al padre Correa en el tramo final de la construcción de la Basílica, pues siendo parte de la Tercera Orden de la Virgen de las Dolores, dirigían el comité de damas. Gracias a semejante investidura, asistieron en primera fila a la misa que el papa Juan Pablo II ofició en ese lugar en 1985.

Más de una vez, el famoso cura Correa almorzó en la casa de la Galápagos; yo no lo recuerdo. Pero sí doy fe de esa larga mesa cubierta con un mantel blanco y con la vajilla de porcelana para más de 20 invitados adultos. A mi Abuela y a las tías siempre las elogiaron por su espléndida sazón.

Una puerta doble de ventanitas de cristal y madera separaban al comedor del resto de habitaciones, así como de una de las azoteas internas que tenía la casa. A los niños nos sentaban en otra mesa donde podíamos hablar de nuestras cosas, omitir ciertos modales y planificar los juegos de la tarde.

Haber vendido esa casa antigua, hace 24 años, fue una decisión torpe e imperdonable, pues su desalojo implicó deshacerse de muebles de incalculable valor bajo la promesa de que son los recuerdos los que deben perdurar. Cómo olvidar que en esa casa se conocieron mis padres e iniciaron su noviazgo, o que en tantas noches de Navidad me sentí feliz por el esperado regalo de mi Abuela.

Con el paso de los años y la muerte de los más ancianos, el fervor por conservar las tradiciones familiares perdió interés y sentido. Mi Abuela, en su soledad, es hoy la única testigo de esos momentos cálidos grabados en alguna foto guardada por allí, en los poemas que recita con una espesa melancolía sin saltarse un solo verso o en la mirada de aquel niño Jesús traído de Barcelona que todavía la acompaña y al que hace un buen tiempo nadie le oficia una misa, y menos en la Basílica.