Perder por 1-0 parece poco, escaso y hasta digno. Pero la derrota de Argentina ante Alemania no es en realidad por la mínima diferencia sino por amplio margen, ya que simboliza la cruda realidad del fútbol de América del Sur: está de bajada.
El triunfo de Alemania representa la victoria del orden, la planificación, la legalidad e incluso las cuentas saneadas. Hace años, la Bundesliga se hundía en la quiebra. Hoy, tras las valientes decisiones de sus directivos, los clubes alemanes están limpios de deudas, generan jugadores de gran talento y, como estupendo plus, han acogido a los hijos de inmigrantes para integrarlos a sus escuelas. Ya son tres mundiales seguidos que lo ganan los europeos. No es casual.
Brasil y Argentina se presentaron con sistemas conservadores, defensivos y con un gran circo institucional como grotesco antecedentes. De hecho, la presencia del cuadro de Alejandro Sabella en la final se debe a eso que llamamos tan alegremente ‘actitud’ pero que no alcanza cuando el rival tiene mucho más de fondo que de cáscara. Alemania representa la luz, el camino a seguir. Argentina no representaba otra cosa que la oscuridad del caos que vemos en América Latina, con ciertas excepciones.
El Mundial se ha terminado y con él se va el hermoso velo con el que hemos tapado nuestros problemas por un mes. Pasamos de los estadios llenos y fiesteros a las gradas grises de Ecuador. Pasamos del juego dinámico y atrevido a partidos en ‘slow motion’ en Quito, Guayaquil y Cuenca. Pasamos de la ostentación de los cracks a los letreros que piden por Dios el pago de los sueldos. Pasamos, en definitiva, a la realidad, al vacío, al Ecuador.