El guapo de la barra

Lo que otros callan por temor o timidez, aquí se lo dice sin anestesia. Es comentarista de fútbol de EL COMERCIO.

Alejandro Ribadeneira

Licenciado en Comunicación Social por la Universidad Central. Es periodista desde 1994. Colabora con el Grupo El Comercio desde el 2000 y se ha desempeñado en diversos puestos desde entonces. Actualmente ocupa el cargo de Editor Vida Privada.

El fútbol y los almuerzos en Carondelet

Los almuerzos presidenciales con los equipos de la Serie A ya empiezan a ser cansones y están perdiendo la solemnidad que debería caracterizar a una visita al Palacio de Gobierno, sobre todo si se trata de un legítimo reconocimiento por parte del Jefe de Estado a los futbolistas y sus logros. Pero, como suele pasar cuando algo es reiterativamente martillado y sobado, su simbología se erosiona y se reduce a la anécdota. Si van todos, ya no tiene el mismo valor que acuda el campeón: da lo mismo.

La última visita de la plantilla de Barcelona SC a Carondelet ha puesto de manifiesto este desgaste gastronómico y simbólico, sobre todo porque no se entiende la causa por la cual se invitó a los canarios a degustar del menú palaciego. Porque resulta un poco cruel acudir a este rico almuerzo (pagado con los recursos de todos los ecuatorianos, no solo de los barcelonistas) por haber quedado segundos el año anterior, es decir, por perder 3-0 en la final, en uno de los más dolorosos resultados de la historia de BSC. Si antes la costumbre era almorzar con los campeones (o sea, con los mejores), ahora se trae a todos los que se pueda, aunque los méritos no sean tan contundentes.

Si ya fue algo exagerado el tremendo acto de despedida de la Tricolor antes del Mundial (¿y el de regreso, para cuándo?, Reinaldo Rueda sigue esperando), este con Barcelona ya fue notablemente rebuscado, sobre todo porque aún está pendiente el almuerzo con River Ecuador, el benjamín de la Serie A. Si Aucas tuvo el suyo por subir de categoría, ya mismo irá River, supongo, como deberían estar Gualaceo y Fuerza Amarilla.

Se dirá que el Presidente tiene derecho a invitar a quién desee y con eso se zanja todo; pero no se trata de eso: empieza a verse que el fútbol sigue siendo, como en la época de la llamada partidocracia, ese seductor peldaño en que los políticos se suben para recibir aplausos y notoriedad. En lo simbólico, se saca al jugador de su templo (la cancha) y se lo lleva a otro (el Palacio), donde se inclina. ¿Por qué no al revés?, ¿por qué no almorzar en la concentración del equipo? Porque la idea es que quede absolutamente claro quién manda aquí.

Quizás sea inevitable que los políticos profesionales se peguen al fútbol como el hierro al imán, y ese fenómeno se expresa sin importar las ideologías e incluso aunque el mandatario no sepa de fútbol (a Velasco Ibarra, que detestaba el balompié y se aburría los 90 minutos, lo obligaban a ir al Atahualpa). Pero debería haber un poco más de recato en el Gobierno, pues no solo que hubo comida sino también baile y, como se estila al final, palabras lisonjeras, de esas que son tan diplomáticas que salen sobrando. Es propaganda, cáscara vacía. Eso no le sirve ni al fútbol ni al país.