La revuelta del 30 de septiembre del 2010 tiene mil historias de quienes la vivieron y unas más políticas que otras. Pero la mía no hablará de los supuestos golpes de Estado o de los presuntos secuestros. No. Mi historia empezó a las 08:00 con una llamada telefónica, que activó todo lo que sería el resto del día.
Mi misión era llegar al edificio de la Asamblea para reportar todo lo que sucedía allí, los primeros informes de los canales de televisión y de las redes sociales hablaban de la “toma” del Palacio Legislativo por los policías, mientras el Presidente inflamaba los ánimos en el Regimiento Quito, al norte de la ciudad.
La tarea no fue fácil: debía caminar unas 14 cuadras con tacos de 7 centímetros y una pesada cartera, de esas que solo las mujeres y madres sabemos. En ella llevaba los implementos para el trabajo: libreta, grabadora, esfero, celular, credencial de periodista…, y todo lo demás que puede caber en un bolso.
El trayecto me tomó unos 20 minutos y me provocó la primera ampolla en el pie derecho, justo debajo del dedo gordo. Pero en ese momento nada importaba, la adrenalina, propia de la profesión, fluía con la ansiedad de no saber qué panorama me esperaría. Al llegar: las puertas cerradas con cadenas y otras custodiadas por varios policías, que negaban el acceso a cualquiera que intentara ingresar.
Entrar parecía imposible, pero luego de años como periodista uno aprende a buscar opciones para hacer su trabajo; unos 15 minutos después estaba dentro.
Al inicio no parecía una cobertura muy compleja, casi no había movimiento y solo aparecían uno que otro asambleísta, oficialista y de oposición, mientras las puertas se mantenían cerradas. Pero cerca de las 11:00, cuando un grupo de asambleístas de Alianza País, liderados por Paco Velasco, Rossana Alvarado y Maria Paula Romo, intentó ingresar “por la fuerza” las rejas del Legislativo, las cosas se pusieron feas. La oficialista Marisol Peñafiel trepó la reja de la puerta y un policía le arrojó gas pimienta en la cara, la mujer cayó desmayada y la emergencia abrió el paso para unos 6 asambleístas que llevaban en brazos a la legisladora hasta el consultorio médico del Congreso.
Hasta ese momento, esa fue toda la “acción” que vi. Pero la tarde cambió por completo la relativa calma que se vivía.
La información que se emitía en el canal estatal Ecuador TV y un grupo de policías en motocicletas acompañados de una camioneta con gente que arengaba la protestaba, incentivó a los uniformados. De repente un grupo de simpatizantes de Alianza País llegó con banderas verdes, y aunque su destino final era la Plaza Grande, se produjeron incidentes en la Asamblea.
De un momento a otro, una nube blanca se levantó de mis pies. Era gas lacrimógeno que había sido lanzado para tratar de dispersar las marchas y había sido devuelto con una patada hasta el estacionamiento del Congreso.
Nunca he sido una experta con eso de las protestas y siempre he tratado de evitarlas, aunque por mi profesión no siempre lo he logrado.
Pero esta vez fue distinto: no solo porque no tuve tiempo de reaccionar y correr, porque, para variar, estaba hablando por teléfono, sino porque en ese momento debía cuidarme por dos: estaba embarazada de 7 semanas.
El gas tapó mi nariz y no podía respirar. Un camarógrafo de Ecuador TV me sacó como pudo del infierno de bombas que se desató en unos minutos y me llevó a un costado del edificio de la Asamblea, en donde me dieron agua a través de una ventana para que mejore, pero mi cara ardía por el gas y mi garganta parecía hervir.
Me tomó unos 30 minutos recuperar el aliento y dejar de llorar. Me asusté, pero la pasión por mi trabajo era más fuerte. Volví al lugar de los enfrentamientos y tomé nota de todo lo que pude, para incluir en la edición del día siguiente y en las notas que publicaría en la página web.
Unas horas después salí de la Asamblea, era de noche y tenía que caminar desde allí hasta el sector de la iglesia de La Paz (¿unas 50 cuadras?). Allí apareció la segunda ampolla, ahora en el talón del pie izquierdo.
Luego vino una cadena de eventos, que todos seguro conocen y que, en la Asamblea, definieron el fin de esa protesta, aunque en el hospital de la Policía siguió por horas.
A las 21:00 llegué a casa de mis padres a recoger a mi hija mayor. Un abrazo suyo fue la recompensa de ese día de trabajo, uno más de los tantos vividos.