Lo que está en discusión es el valor y la dignidad de la palabra. Lo que no sabemos, porque depende de los designios del poder, es si la palabra escrita o la palabra dicha serán en adelante expresión de libertades y derechos, o, si pervertidas, se transformarán en altavoces del miedo y del adulo. Si la palabra se administrará desde la burocracia, o se podrá gritar desde la angustia de la gente. ¿Si será dardo que vuela con su carga de verdad, o puñal que se esconde?
La palabra, su dignidad y su valor, son los temas que rondan un debate que no se hizo, y que se soslaya y encubre en la vana literatura de textos legales mal escritos. Ese debate no se ha hecho. Se ha hecho el otro: el de las generalizaciones y los prejuicios, el de las consignas; el de los controles y las sanciones; el de los permisos que atemorizan, el de las advertencias que logran sumisos, que producen escribientes a sueldo, periodistas a destajo, y hasta intelectuales en búsqueda de poltronas ministeriales.
La palabra vale por lo que lleva, por su carga moral, por su riesgo cívico. La palabra vale cuando rompe silencios cómplices, cuando rasga velos y destruye mitos. Pero esa palabra perturba, de allí la necesidad de domarla, de someterla o, simplemente, de callarla. Y esto es lo que acá no se debate, lo que no se dice con la franqueza que exige la libertad, con la claridad que impone una democracia que debe basarse en la opinión pública libre, que no es la democracia de los sondeos ni la de los votos solamente, sino la de la capacidad crítica de las personas, la de la información. La de la discrepancia razonable.
El tema de fondo es que, por sobre las libertades, por sobre el valor de la palabra responsable, no puede estar proyecto político alguno, ni ideología que pretenda tener el secreto de la felicidad. Pero la verdad es que en las leyes que prosperan en estos tiempos no se cuajan los derechos de las personas en un Estado que pomposamente se autotitula “garantista”. Al contrario, se consolida un proyecto que nunca se debatió ni se votó. Se va afirmando el poder, la vocación de mandar, la capacidad de decidir unilateralmente. Y en ese proceso, como era previsible e inevitable, le tocó el turno a la palabra. Hay que someterla, controlarla, sancionarla. Hay que ejercer sobre los que la dicen la fuerza de la coacción. Así se callan los incómodos. Así reinará en el silencio. Y estos son los temas y los riesgos, que debieron debatirse y no se debatieron.
¿Será posible esperar que se reinstale la tolerancia en los espacios del Poder Legislativo? ¿Será muy ingenuo esperar que así ocurra? ¿Vale la pena luchar contra los molinos de viento en tiempos tormentosos, en que los huracanes sofocan la timidez de quien susurra su mínima rebeldía, o de quien se atreve, con dignidad, en el diario o en la calle a decirle no al poder?