Los lahares secundarios (deslizamientos de escombros desde el volcán) bajaron por la quebrada Agualongo. Javier Flores / EL COMERCIO
Casi ningún movimiento del volcán Cotopaxi podría pasar desapercibido. Es algo parecido a un paciente enfermo, conectado a cables y máquinas que alertan sobre sus signos vitales.
En el caso del Cotopaxi, los equipos están colocados en sus faldas, cerca de sus quebradas,
a poca distancia de su cumbre y en las montañas vecinas, como las cámaras de video que están en el Rumiñahui y en el Sincholagua.
Sensores sísmicos y de lahares, GPS, antenas, cámaras térmicas e infrasonido, medidores de gases (dióxido de azufre), cenizómetros e instrumentos con denominaciones técnicas están pegados a sus paredes. Los equipos son de las 58 estaciones que toman el pulso al volcán, el cual sigue muy activo, aunque no se manifieste superficialmente.
Está tan vigilado que los científicos del Instituto Geofísico conocen -en tiempo real- todas las señales de su nuevo período eruptivo, que hoy cumple un año de reactivación. El viernes 14 de agosto del 2015 se produjo su primera explosión, luego de 138 años de inactividad.
En abril del año pasado -cuando creció la actividad sísmica-, la actualización e instalación de nuevos equipos -de última generación- aumentó; había 48 estaciones.
La ayuda de proyectos de entidades como la Senplades, Senescyt, Jica de Japón; IRD de Francia, el Servicio Geológico de EE.UU., etc., fue importante, porque el Cotopaxi es uno de los volcanes más peligrosos del mundo y uno de los más vigilados de Latinoamérica, según el Geofísico.
Benjamín Bernard, vulcanólogo del Instituto Geofísico, explica que la vigilancia no arrancó con la reactivación; fue en 1976 y se convirtió en el primer volcán de Ecuador en contar con una estación sísmica. Pero en 1986 comenzó un monitoreo continuo y, en adelante (2001, 2004, 2006, 2011, hasta la actualidad), se instalaron más estaciones.
Un mes antes de la reactivación, el Servicio Geológico de Estados Unidos colocó una segunda estación en el sitio Mariscal Sucre, a pocos kilómetros de la entrada al Parque Nacional. Los equipos están casi en el borde de la quebrada Mishihuaico, una de las más grandes que desemboca en el río Cutuchi; es decir, por esa zanja de 60 metros de profundidad bajarían los lahares si hubiera una erupción.
Desde 3 570 metros de altitud, una cámara muestra el largo encañonado. En total, 15 cámaras observan su cumbre y los drenajes.
No solo los ‘ojos’ de las máquinas están sobre esta elevación cubierta de glaciares, 55 vigías
lo miran desde sus comunidades. No quieren sorpresas como la de aquel 14 de agosto.
Al cabo de un año, las únicas huellas de su despertar son los depósitos de los lahares en la quebrada Agualongo, cuya profundidad de 3 metros desapareció. No hay ceniza ni explosiones; eso sí, está muy activo.