Cuando las huestes arengadas por el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, se manifiesten hoy contra Felipe González, se consolidará ante la faz del mundo lo que muchas voces sensatas vienen denunciando a gritos desde hace tiempo: en Venezuela no se vive una democracia.
Ya dirán que Maduro ganó las elecciones -más allá de los sospechosos votos electrónicos-. Lo hizo con el espaldarazo del agonizante Hugo Chávez y su innegable fuerza popular.
Pero la democracia no es solamente ganar los votos con los métodos que sean o con las reglas escritas e impuestas por una mayoría que se resiste a la alternabilidad. El acto electoral de depositar el voto solo es la bandera de partida de un proceso que se debiera basar en libertades esenciales: respeto a los derechos humanos, posibilidad de pensar y expresarlo libremente, libertad de prensa -tan perseguida por los autoritarismos-, y, por cierto, crear la atmósfera para que las minorías se muevan sin restricciones y expresen la diversidad que emana de sociedades con un tejido social complejo y diverso.
Ninguna de esas cualidades de una democracia sólida se dan hoy en Venezuela.
Maduro heredó el cetro del coronel Hugo Chávez pero el deterioro de la economía, por el fin de la abundancia, denuncia su impericia para conducir algo bastante más complejo que un autobús: las riendas de un Estado en crisis.
Venezuela en la resaca de los años dorados de la borrachera del petróleo vive una situación tensa en grado sumo. Las protestas populares de 2014 dejaron muchos muertos y detenidos, entre ellos opositores como el líder Leopoldo López, por cuya libertad y la de muchos presos políticos está en Caracas el socialista español Felipe González.
La sordera oficial es desesperante y desafiante ante la opinión pública internacional.
Human Right Watch pide al papa Francisco mirar a Venezuela.
Su Santidad tiene mucho que decir en materia de libertades y derechos humanos en nuestro continente. Mucho se espera…