#QuitoNoctámbulo. Problemas en la terminal interparroquial e intercantonal de la Marín. Los usuarios de esta terminal tienen problemas en las noches por la falta de buses en la foto están los ciudadanos esperando el bus de Píntag. Foto: Eduardo Terán / El Comercio.
La puntualidad, lejos ser una característica común de los ecuatorianos, se la aplica de forma inflexible, casi cronométrica en la terminal interparroquial de buses del Playón de La Marín.
A las 22:00 los guardias privados cierran las puertas de ingreso peatonal, salen los últimos buses en medio de un alboroto de vendedores ambulantes que se pelean por ganar sus últimas monedas y los gritos de los controladores para conseguir pasajeros: “¡Venga, venga, suba al Triángulo, Alangasí, Conocoto, Amaguaña, Guangopolo, La Merced!”, se oye.
22:02, la terminal queda vacía. Hay un silencio inusual para este sitio en donde a diario se movilizan más de 70 000 personas en 10 líneas de transporte que conectan el Valle de los Chillos con Quito.
Sebastián Estévez no alcanzó al último bus la noche del miércoles 4 de febrero. No es la primera vez que le sucede y no será la última, así que ya para qué angustiarse, reflexiona. Lo único que le molesta es tener que pagar el doble del pasaje regular para que una buseta le deje a mitad de camino.
Estévez, un estudiante universitario, toma todos los días la ruta desde Los Chillos hasta Quito. Por la mañana no tiene problemas, pero en la noche, luego de clases, cuenta con menos de media hora para alcanzar un bus afuera de la universidad y llegar a la terminal. Y cuando no lo logra, como ayer, usa el servicio de busetas.
Desde las 22:00 y hasta las 24:00, seis furgonetas que durante el día hacen recorridos escolares, suplen la necesidad de movilidad para el Valle. También hay dos buses interparroquiales hacia Sangolquí que salen hasta las 22:30. Todos esperan afuera de la Estación Marín Central de la Ecovía.
Luis Simbaña conduce uno de estos vehículos. En esas dos horas de trabajo realiza dos o tres vueltas de Sangolquí a Quito.
A cada pasajero le cobra USD 1. “Es una forma de llevar un poquito más de dinero a la casa. Y sobre todo, los universitarios son los que más necesitan nuestro servicio, porque sino no tienen como volver”, comenta Simbaña mientras invita a la gente a que se acomode en la “partecita de tras”.
Este jueves (6 de febrero de 2015), no bajó con el vehículo lleno al Valle de los Chillos, pero en temporada de clases ha tenido que dejar a los jóvenes que quieren ir de pie en la van. “Yo solo puedo llevar 15 personas, el resto debe esperar a que regrese”.
Estévez es uno de sus clientes frecuentes. El joven dice que siempre vuelve a casa, como sea: haciendo transbordo con tres buses o tomando un taxi por USD 20.
En cambio Paola Chalco, estudiante universitaria de 26 años, no se hace problema por llegar a su hogar en Cuendina, a cinco minutos de Amaguaña, cuando pierde la única línea de transporte que le deja cerca, porque además debe caminar 15 minutos en la oscuridad hasta su vivienda. Ella tiene lo que llama ‘una posada en Quito’. “Me toca llamar a mis papás y avisarles que me voy a quedar con una amiga. Eso es mejor a bajarme en Sangolquí y rogar porque me lleve una camioneta (taxiruta)”.
Para esta estudiante de teatro la mayoría de sus actividades son en las noches; las exposiciones comienzan a las 20:00, el lanzamiento de un libro a las 21:00 y si asiste a una obra de teatro o un concierto siempre terminarán pasada las 22:00.
“Los choferes -asegura- por presión de los pasajeros salen cinco minutos antes, así que puedo llegar corriendo y estresada a las 22:00, pero ya sé que lo único que voy a encontrar son a los indigentes que viven por acá”.
Unos minutos antes de la hora de cierre del terminal es normal ver a los pasajeros correr como si estuvieran en una competencia contra el tiempo; varios suben por la puerta de atrás o ‘al vuelo’ cuando el carro ya está en marcha.
Otras personas incluso recurren al corazón del conductor. Se sitúan en la zona salida de los buses y ruegan al chofer que les abra la puerta aunque es prohibido. No siempre lo logran, pero es mejor intentar que quedarse solo en un barrio conocido por su inseguridad. Con esa estrategia fue cómo Gloria Villegas, una oficinista de 43 años, logró ir a casa. “Como sea tengo que llegar, porque tengo dos hijos a los que cada mañana debo prepararlos para la escuela. Y si me toca rogar lo hago”, dice.
Para los habitantes de Píntag, a una hora y media de la ciudad, la situación es más complicada porque el último bus sale a las 21:30. Jahir Enríquez, empleado privado, se queja de que las dos únicas líneas que le sirven a su casa van más temprano que el resto.
Así que para él no es una novedad el quedarse sin bus. Entonces lo único que puede hacer es o tomar un taxi que le cobraría USD 40, llamar a un amigo para que permita quedarse en su casa o pedirle a un tío con auto para que lo recoja. Eso es lo que hace todos los días. Vive en la incertidumbre de si hoy va a alcanzar el último bus.